22 de noviembre de 2024

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Informe Especial| Eva, antes de Eva

A 70 años de su partida, en NCN recodarmos a Eva Duarte antes de que fuera Eva Duarte de Perón.

Viajaremos en el tiempo, para ver como eran la infancia de quien, luego, se convertiría en la “Abanderada de los Humildes”.

De la mano de Felipe Pigna, nos abocaremos en el libro “Evita. Jirones de su vida“, para conocer en profundidad a “Cholita,” como la llamaban sus hermanas.

                               Felipe Pigna – Historiador

Acaso su niñez no fue muy distinta de la de millones de chicos argentinos, atravesada por las privaciones y las ilusiones de salir de esa situación, de soñar con el imposible juguete o el viaje a la gran ciudad. El Estado de entonces estaba muy lejos de ser benefactor, y para todos regían las leyes del mercado, con sus pocas ofertas y todas las demandas.

La pobreza en toda su dimensión será una marca indeleble para Evita. A ella nadie se la contó, aprendió muy a su pesar a convivir con las necesidades, a sobrevivirlas: “Para ver la pobreza y la miseria no basta con asomarse y mirarla. La pobreza y la miseria no se dejan ver así tan fácilmente en toda la magnitud de su dolor porque aun en la más triste situación de necesidad el hombre y más todavía la mujer saben imaginárselas para disimular, un poco al menos, su propio espectáculo. […] Allí donde cuando hay cama no suele haber colchones, o viceversa; o ¡donde simplemente hay una sola cama para todos…! ¡Y todos suelen ser siete u ocho o más personas: padres, hijos, abuelos…! Los pisos de los ranchos, casillas y conventillos suelen ser de tierra limpia. ¡Por los techos suelen filtrarse la lluvia y el frío…! ¡No solamente la luz de las estrellas, que esto sería lo poético y lo romántico! Allí nacen los hijos y con ellos se agrega a la familia un problema que empieza a crecer. Los ricos todavía creen que cada hijo trae, según un viejo proverbio, su pan debajo del brazo; y que donde comen tres bocas hay también para cuatro. ¡Cómo se ve que nunca han visto de cerca la pobreza! Yo también los he visto volver a casa con el hijo muerto entre los brazos para dejarlo allí sobre una mesa y salir luego a buscar un ataúd como antes buscaron médico y remedios: desesperadamente. Los ricos suelen decir: ‘No tienen sensibilidad, ¿no ve que ni siquiera lloran cuando se les muere un hijo?’. Y no se dan cuenta de que tal vez ellos, los ricos, los que todo lo tienen, les han quitado a los pobres hasta el derecho de llorar”.

El 8 de enero de 1926, Juan Duarte, el padre de Evita, murió en un accidente automovilístico. Apenas se enteró del hecho a través de una llamada de un pariente cercano del muerto, Juana partió hacia Chivilcoy con sus cinco hijos en un auto de alquiler y se presentó en el velorio a darle el consabido último adiós.

Todas las miradas se clavaron en Juana y su prole. Las señoras y los señores “respetables” no podían creer lo que veían. “Cómo se atreve”, era en aquella tórrida mañana de verano la frase menos original, que competía con “qué coraje” y “qué descaro”.

La familia “legítima” –y no, como se ha dicho erróneamente, su esposa, que había fallecido hacía cuatro años– no se opuso a tolerar la presencia de la familia de Los Toldos. Los testimonios coinciden en un pequeño episodio con una de las hijas, que fue superado; los otros Duarte y la pequeña Ibarguren pudieron besar a su padre antes de que cerraran el féretro y acompañar el cortejo fúnebre. Esto le quita al episodio el carácter de fundamental y predestinante que le da, por ejemplo, la película Evita de Alan Parker, que quiere ver en el enojo de esa pequeña rebelde, que contra todos consigue irrumpir en la sala mortuoria para besar a su padre, un anticipo de la futura imparable Evita. (…)

Evita tuvo que entender pronto cosas que llevan su tiempo aprender. No iba a tener nunca ciertas cosas: una familia “legítima”, un auto, las cosas que parecían normales y constitutivas de la felicidad en las familias que ella veía en el cine y escuchaba en los radioteatros. A diferencia de sus compañeras de catecismo, no pudo tener la foto de su primera comunión. No había plata para esas cosas. Conoció la humillación, los zapatos apretados y rotos heredados de sus hermanas y la mirada para abajo que indefectiblemente lleva a mirar de reojo para arriba. Soportó en varias fiestas patrias la dádiva de las señoras de la “beneficencia” que le acariciaban la cabeza con cierta prevención mientras le donaban, a la vista de toda la escuela, un guardapolvo usado o el vestidito pasado de moda que alguna de sus hijas había desechado. Ahí empezó a odiarlas prolijamente. “Desde que yo me acuerdo, cada injusticia me hace doler el alma como si se me clavase algo en ella. De cada edad guardo un recuerdo de alguna injusticia que me sublevó desgarrándome íntimamente. La limosna para mí fue siempre un placer de los ricos; el placer desalmado de excitar el deseo de los pobres sin dejarlo nunca satisfecho. Y para eso, para que la limosna fuera aun más miserable y más cruel, inventaron la beneficencia y así añadieron al placer perverso de la limosna el placer de divertirse alegremente con el pretexto del hambre de los pobres. La limosna y la beneficencia son, para mí, ostentación de riqueza y de poder para humillar a los humildes”.

La Argentina vivía la terrible crisis iniciada en octubre de 1929 en los Estados Unidos y extendida como una peste a todo el mundo. Los países centrales habían transferido los efectos de esta “depresión” a los países periféricos e iban a lograr que estos asumieran los costos de la misma. A su vez, los Estados de los países periféricos como el nuestro transferirían el grueso del costo de la crisis a los sectores populares, vía el aumento de impuestos y tarifas y la rebaja brutal de sueldos y jornales. Era una crisis perdurable que había afectado particularmente al campo. Los pequeños productores, que habían tomado préstamos hipotecarios para sembrar y pensaban pagarlos con el producto de las cosechas, pronto advirtieron que por la rebaja unilateral de precios impuesta por Estados Unidos y Gran Bretaña, para ganar lo mismo tenían que producir y vender el 40% más y absorber los costos que esto implicaba. La mayoría no pudo afrontar esta situación y sus campos fueron ejecutados por los bancos. Tuvieron que dejar las zonas rurales en busca de oportunidades económicas en las ciudades, pero no ya como propietarios sino como proletarios. Peor aún sería la situación de los peones de estos campos, familias enteras que comenzaron a migrar hacia las ciudades, expulsadas por el hambre. (…)

A los Ibarguren-Duarte no les alcanzaba para mudarse a la gran ciudad y con gran esfuerzo lograron, a comienzos de 1930, asentarse en Junín en busca de una vida mejor.

Junín ya era una ciudad importante de la provincia de Buenos Aires con dos líneas de trenes: el Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico y el Central Argentino, y un inmenso taller ferroviario que daba trabajo a miles de obreros.

La vida de los Ibarguren-Duarte siguió marcada por las privaciones. Juana “cosía para afuera”, como se decía por entonces, en su nueva casa de la calle Winter 90, y recibía la ayuda de Blanca, que ya ejercía como maestra. Elisa había logrado el traslado a la oficina de Correos de Junín y Juancito trabajaba de mandadero en una farmacia. Las más chicas, Chicha (Erminda) de catorce y Cholita de once, estudiaban. En la única escuela de General Viamonte habían realizado sus primeros años escolares.

El pase de Evita a la Escuela N° 1 “Catalina Larralt de Estrugamou”, de Junín, le permitió completar su tercer grado. No era una buena alumna y sus boletines dejan ver muchas inasistencias. Sus compañeras destacan que por entonces era callada y tímida. Una de sus maestras recordaba: “Tuve por alumna a Eva Perón, que por aquel entonces se llamaba Eva Ibarguren. Pero no me acuerdo bien de ella. Era una chica común, una alumna más. No se destacaba por nada especial. Repitió segundo grado. Era buena en labores y canto, pero era muy faltadora”.

Otra de sus docentes va un poco más allá: “Recuerdo perfectamente a varios de sus compañeros, pero la figura de esta alumna, por momentos, se me desdibuja, posiblemente, porque no terminó su escuela primaria en el pueblo. Sin embargo, recuerdo nítidamente la expresión de sus ojos: igual a la que exhibió durante todo el resto de su vida. Era más bien callada y no tenía muchos amigos. Me parece recordar que las madres aconsejaban a sus hijos no acercarse mucho a ella y a sus hermanas”.

No son pocos los testimonios que coinciden en que algunas de sus amiguitas eran reprendidas duramente por sus madres si se juntaban con “esa bastarda”.

Aquellas señoras de doble moral justificaban su actitud cruel y discriminadora en la defensa de las “buenas familias” que incluían a sus maridos que, como ellas bien sabían, embarazaban a sus amantes fuera de sus hogares “bien constituidos”, generando aquellos niños en los que estas nobles damas ejercían su venganza. (…)

Por la tarde, Evita jugaba con sus hermanos. Le encantaba pintarse la cara con algún maquillaje de su madre o con barro, vestirse de payaso y hacer acrobacias y malabarismos. La platea familiar asistía a sus funciones que incluían escenas teatrales.

También se divertía coleccionando fotografías de sus actrices preferidas, que atesoraba en un álbum. Al recorrer las páginas de aquellas revistas como El Hogar, se asomaba a un mundo lejano, soñado, un mundo al que difícilmente accedería, el de las reinas, las divas, las estrellas de Hollywood, aquellas mujeres hermosas, brillantes, independientes, que marcaban un estilo. (…)

Tenía pocos juguetes y les pidió a los Reyes Magos una muñeca de “tamaño natural”. A la mañana de un seis de enero miró sobre sus zapatos, sin muchas ilusiones, para no sufrir una nueva decepción; pero allí estaba una enorme muñeca. Cuando la abrazó, notó que le faltaba una pierna. Era lo que había podido comprar doña Juana, una muñeca de descarte. A Evita el regalo le llegó con un relato que daba cuenta de que la pierna se había roto al caerse del camello del rey Baltasar. Cholita estaba aprendiendo a dudar de las versiones de los adultos y de la bondad de los reyes.

A María Eva le encantaba recitar poesía. El 20 de octubre de 1933 participó en la obra Arriba Estudiantes, gracias a que Erminda pertenecía a un grupo escolar que organizaba representaciones teatrales. Poco después hizo su debut artístico recitando el poema “Una nube”, de Gabriel y Galán. Fue frente a un micrófono de la casa de música de Primo Arini, que transmitía a través de altoparlantes el programa “La Hora Selecta”, que alteraba el silencio de Junín todas las tardes a las siete. “Recuerdo que, siendo una chiquilla, siempre deseaba declamar. Era como si quisiera decir siempre algo a los demás, algo grande, que yo sentía en lo más hondo de mi corazón.” (…)

La radio la hacía soñar; se imaginaba triunfando en algún teatro de Buenos Aires, se iba de la miseria del día a día, hasta que la realidad la volvía a dejar en su casa.

Había en ella una mezcla interesante de optimismo y rebeldía: “En el lugar donde pasé mi infancia los pobres eran muchos más que los ricos.Yo sabía que había pobres y que había ricos; y sabía que los pobres eran más que los ricos y estaban en todas partes. Me faltaba conocer todavía la tercera dimensión en la injusticia. Hasta los once años creí que había pobres como había pasto y que había ricos como había árboles. Un día oí por primera vez de labios de un hombre de trabajo que había pobres porque los ricos eran demasiado ricos; y aquella revelación me produjo una impresión muy fuerte. Alguna vez, en una de esas reacciones mías, recuerdo haber dicho: ‘Algún día todo esto cambiará…’. Y no sé si eso era ruego o maldición o las dos cosas juntas. Aunque la frase es común en toda rebeldía, yo me reconfortaba en ella como si creyese firmemente en lo que decía. Tal vez ya entonces creía de verdad que algún día todo sería distinto; pero lógicamente no sabía cómo ni cuándo”.