Memorias del dolor
Por DRA. BERTA H. ARENAS DIPUTADA NACIONAL POR LA PROVINCIA DE SAN LUIS- COMPROMISO FEDERAL-PJ
Hoy, como ciudadanos argentinos, debemos ocuparnos de rescatar de las celdas más oscuras de nuestra memoria nacional los hechos y consecuencias funestas del golpe de Estado acaecido el 24 de marzo de 1976.
Han pasado casi cuatro décadas y la sensación no varía; marzo es una época dura para millones de argentinos que, afortunadamente para las nuevas generaciones, no hemos sufrido procesos amnésicos simplistas.
Nuestra República Argentina ha sufrido a lo largo del siglo pasado numerosas interrupciones del orden constitucional, que produjeron graves violaciones a los derechos humanos motivadas por cuestiones ideológicas o partidarias.
La aplicación de tortura, física o psíquica, fue el denominador común de estos abominables periodos, alcanzando niveles genocidas a partir de 1976, cuando se evidenció la existencia de un plan sistemático de secuestro, tortura y desaparición de personas, comparable solamente con la barbarie instrumentada por la Alemania nazi. Decenas de miles de personas fueron privadas ilegalmente de su libertad, torturadas y muertas como resultado de la aplicación de procedimientos inspirados en la totalitaria e importada Doctrina de la Seguridad Nacional.
La utilización reiterada de la desaparición de personas, como política represiva, reconoce algunos antecedentes previos al golpe de estado del 24 de marzo de 1976 pero, desde esa fecha, las fuerzas militares que usurparon el poder obtuvieron el control absoluto de la organización estatal generalizando la implantación de tal metodología.
La comprobación de la extensión que adquirió la práctica de la tortura en los numerosos centros clandestinos de detención existentes en el territorio nacional, y el sadismo demostrado por sus ejecutores, resultan estremecedores; inclusive, respecto de algunos de los aberrantes métodos empleados, no se conocían antecedentes en otras partes del mundo.
Los cobardes genocidas no solo persiguieron a los miembros de organizaciones políticas populares, sino que se cuentan por millares las víctimas no vinculadas con tales actividades que también fueron objeto de horrendos suplicios por su oposición a la dictadura militar, por su participación en luchas gremiales o estudiantiles, por tratarse de reconocidos intelectuales que cuestionaron el terrorismo de Estado o, simplemente, por ser familiares, amigos o estar incluidos en la agenda de alguien considerado “subversivo”.
Esta fanática e indiscriminada represión alcanzó también a religiosos, abogados y periodistas argentinos y extranjeros. Judicialmente, por otra parte, se ha comprobado la existencia del “Plan Cóndor”, consistente en la colaboración mutua prestada entre las dictaduras latinoamericanas (Argentina, Brasil, Chile, Paraguay, Uruguay, Bolivia), para perseguir a sus víctimas en el territorio de cualquiera de los países adherentes al mismo.
Numerosas organizaciones, nacionales e internacionales, lucharon vigorosamente por los derechos humanos de los detenidos-desaparecidos, entre ellas pueden destacarse: Liga Argentina por los Derechos del Hombre, Servicio de Paz y Justicia, Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, Centro de Estudios Legales y Sociales, Movimiento Ecuménico de Iglesias por los Derechos Humanos, Amnesty International, Cruz Roja Internacional, Comisión Internacional de Juristas, Consejo Mundial de Iglesias, Federación Internacional de Derechos Humanos, Movimiento Internacional de Juristas Católicos, Pax Christi Internacional, Asociación Internacional Contra la Tortura, Asociación de Juristas Demócratas, Liga Internacional para la Defensa de los Derechos y la Liberación de los Pueblos, Penal Law Asociation, Minority Rights Group, Madres de Plaza de Mayo, Abuelas de Plaza de Mayo, Federación de Familiares de América Latina, CLAMOR de Brasil, Vicaría de la Solidaridad de Chile, entre otras.
Aquellos jóvenes idealistas y solidarios martirizados por la abyecta dictadura militar nos han dejado una gran enseñanza: las instituciones democráticas deben ser defendidas a cualquier costo porque, en esencia, la democracia que supimos conseguir es eso, un grito de libertad, un alarido de justicia, el gobierno del pueblo y para el pueblo.
La provincia de San Luis, por cierto, no fue ajena a esta dolorosa realidad nacional y subcontinental. Gran cantidad de, en su mayoría, jóvenes de nuestra patria chica, debieron padecer las infames mazmorras del “Proceso”. Además, debemos recordar que numerosos ciudadanos fueron asesinados en la vía pública por miembros de las fuerzas armadas o de seguridad, hechos que hasta hoy no han sido esclarecidos.
Otros hijos de esta tierra han pasado a engrosar las interminables listas de “desaparecidos”, vocablo incorporado al diccionario universal de la vergüenza a causa de lo sucedido en Argentina durante este sangriento período.
A esta altura es propicia la ocasión para desafiar el olvido cómplice y recordar a los sanluiseños que fueron víctimas del terrorismo de Estado: Ana María Ponce, Domingo Britos, Marcos Ibañez, Santana Alcaraz, Jorge Reynaldo Ruarte, Norma Monardi, Jorge Gabriel Pujol, Lubino Amodey, Félix Roque Giménez, Adolfo Enrique Pérez, Leonor Rosario Landaburu de Catnich, Carlos Luis Mansilla, María del Carmen Bosco, Carlos Juan Allende, Fred Mario Erns, Luis Canfaila, Alfredo Felipe Sinópoli, Luis María Frumm, Graciela Fiochetti, Julio Everto Suárez, Elsa Alicia Landaburu, Mauricio López, Dante Bodo, Jorge Luis Ruffa, José Oscar Robustelli, Ricardo Enrique Saibene, Jorge Omar Cazorla, Tomás Horacio Carrucaburu, Nolasco Leyes, Anibal Torres, Pedro Valentín Ledesma, Angel Arturo Avellaneda y Domingo Edgardo Chacón.
Hoy podemos afirmar, con orgullo, que el paso del tiempo no ha borrado las profundas huellas de los imperdonables crímenes cometidos por los genocidas, ninguna autoamnistía, punto final o indulto pudo lograr ese por ellos tan ansiado “manto de olvido” cómplice, encubridor de sus tropelías. Ese olvido maldito no llegará jamás, porque tiene perdida la batalla frente al ardor de la memoria del pueblo argentino.