A cuarenta y cinco años de la muerte de Juan Domingo Perón; por Claudio Hugo Naranjo
Fue la primera vez que vi llorar a mi padre -yo estaba por cumplir los 20 años-, el delegado del frigorífico Penta se quebró cuando Isabel Perón anunció a las 13:05 de ese mediodía 1° de julio la fuerte noticia; es la imagen que aún guardo de un televisor blanco y negro y de aquella habitación en silencio y de un país -lo supe instantáneamente- camino al precipicio, porque Perón para una gran mayoría de argentinos era el padre natural de casi todo un pueblo y nos había dejado huérfanos políticamente.
Los argentinos menores de 45/50 años no conocieron a Perón de manera directa. Para ellos, el General es un personaje histórico, del que se buscan cada vez más referencias indirectas. Su tiempo fue otro.
Hoy su legado político, sus mandatos teóricos, sus contradicciones siguen presentes en las nuevas cuestiones de la Argentina. Temas de la historia, que desapareció veinte años antes que él parece estar más presente en las referencias pasionales, militantes y también en las de aquellos que reconocen su enorme poder de influencia y cambio social.
Perón fue caudillo nacional. Movilizó masas de tal modo que la triada Rosas, Yrigoyen, Perón –más allá de las evidentes diferencias de época– convoca a pensar en las multitudes argentinas movilizadas por las ideas de justicia y de nación.
La fuerza evocativa formadora del proyecto y del mito de Perón se asienta, sobre todo en la acción de sus dos primeros gobiernos, el primer peronismo de 1945 a 1955. Si un concepto convoca un juicio mayoritario de los argentinos es aquél que lo califica como el líder de la justicia social. Empero, todavía, los sectores más veteranos de las capas medias y altas de la Argentina lo siguen considerando un demagogo.
Ese caudillo nacional, adalid de la justicia social es el que está presente en la memoria de millones de argentinos y en las imágenes de “Perón, sinfonía de un sentimiento”, la película de Leonardo Favio, donde la felicidad del pueblo se mide en miles y miles de empleados, de casas, de escuelas, de fábricas y de gente que sonríe y puede ir a un médico a curarse.
El Perón que construye la realidad de la justicia social con un reparto de 50/50 % de la renta nacional entre empresarios y asalariados es el que se enfrenta a los sectores oligárquicos del campo y la ciudad, a amplios sectores de las FFAA y progresivamente de la Iglesia Católica. El estatismo nacional-popular que Perón construyó fue progresivamente demolido por los gobiernos posteriores. Y hasta un presidente peronista como Carlos Menem le dio la puntilla final.
Empero, ese sentimiento de la justicia social estaba asentado sobre una voluntad democrática de las masas argentinas. Se defendió con la Resistencia, gozó el Regreso, naufragó con la tragedia del fracaso del proyecto del ’73, sobrevivió a la ferocidad de la dictadura procesista y a la reversión neo-conservadora menemista.
Perón, sin embargo, fue contradictorio. Todavía está abierta la página del ’55 para discutir cuáles fueron las razones para no aplastar el golpe que instauraría la dictadura libertadora.
Quedó frustrada la puesta en acto de “la actualización doctrinaria” y el “trasvasamiento generacional” de los ’70 por una suma de razones y sinrazones que implicaron el apresuramiento de los jóvenes montoneros y la ya escasa ductilidad de un líder a las puertas de la muerte.
El déficit quizás más grave en su final fue la falta de una adecuada sucesión, lo que precipitó el desbarranque posterior a 1974 que esperaron activamente los militares oligárquicos.
Perón queda vigente, además de por su aliento de justicia social por su preocupación para el sentido y la vigencia real de la Nación y su mirada hacia la Patria Grande, miopes discípulos que nos dejaron un país al borde del abismo.