8 de noviembre de 2024

NCN

Para que el ciudadano tenga el control.

Acerca de Pobreza y Riqueza; Por Alberto Asseff*

La pobreza de una nación y de su pueblo, al igual que la riqueza, no dependen de sus recursos naturales, sino de su cultura. Obviamente cultura no es sólo ser alfabeto sino poseer una formación sólida de valores. Trabajo, esfuerzo, mérito, respeto, responsabilidad, compromiso, normalidad, fuerte institucionalidad y – no por consignarse último de menor cuantía – civismo.
Lógicamente, si a ese cúmulo de valores se adunan los recursos físicos la nación será no sólo rica, sino poderosa.
La Argentina siempre tuvo pobres. Ni uno solo de sus 209 años de existencia emancipada dejó de tenerlos y sufrir por ellos. La notable diferencia entre la primera etapa de su vida como país – que podríamos establecerla hasta 1950, por fijarla más o menos arbitrariamente – fue que de la pobreza se salía. Había ascenso social. Miles de graduados universitarios fueron hijos de inmigrantes o de criollos pobres. El segundo período, el que hoy sobrellevamos, es el del estancamiento social – cuando no retroceso. La pobreza se ha vuelto estructural. Emerger de ella es harto complejo, casi imposible, máxime con estrategias – ¿pueden llamarse así…?- clientelares o asistencialistas, prácticamente sin ningún empeño en la preparación para la salida laboral o, por lo menos, sin eficacia para lograrla.
El país también siempre tuvo ricos. Empero, nunca con tanta concentración y por ende con tamaña desigualdad. Aunque es leal reconocer que esta disparidad es mundial: el 1% de los casi 7 mil millones de humanos posee el 50% de los bienes medidos en el PB global. Lo destacable de esa situación en aquel segmento primigenio de nuestro país fue la creciente presencia de una, a la postre, esplendorosa clase media, nota distintiva de la promesa de grandeza de la nación. Los pobres accedían a ella y desde los sectores medios más acomodados se transitaba hacia el estamento más alto. Existía movilidad social.
Además de la pobreza estructural, la nota sombría de la Argentina de nuestro tiempo es la decadencia económica de la clase media. Eso sí, quien pertenece a ese segmento jamás dejará de integrarlo. Porque la pertenencia es un bien cultural inalienable que trasciende al nivel de alicaídos ingresos monetarios.
¿Cómo volver al camino hacia la Argentina prometedora de prosperidad? Ciertamente, cambiando. Pues haciendo lo mismo que durante décadas persistentes en los yerros es innegable que profundizaremos la crisis gravísima que padecemos. Mutando. No existe otra opción ¿Trocando qué? Pues no pueden continuar el empleísmo estatal, la aversión al capital inversor, el estatismo como método para proveer ‘soluciones’, el cercenamiento regulatorio en exceso de la iniciativa privada, la sobrecarga impositiva, los desequilibrios fiscales, el endeudamiento como la ‘magia’ para seguir postergando las reformas, el relegamiento del mérito y el esfuerzo y, para no extendernos, la utilización político-electoral de la pobreza. Algo tan crudamente notorio que no amerita otro comentario que su señalamiento, unido a la execración de este método que utiliza la mala política.
Existe una forma – casi de memotecnia – útil como guía de lo que deberíamos hacer y de todo lo que tendríamos que omitir o marginar. Se trata de las íes virtuosas y de las tóxicas.
Las íes que necesitamos son: idoneidad, iniciativa libre, innovación contínua, investigar mucho, invertir más capitales (de riesgo y productivos), informar e informarnos mejor, interactuar mediante equipos interdisciplinarios coordinados, tanto en el ámbito público como las áreas privadas, integración, geográfica, regional, de cadenas productivas y de valor e institucionalidad fortísima. Esta postrera i es fundamental porque apunta a un enorme pilar casi perdido: que seamos una República. Incluye la independencia de la Justicia. Pascal decía que “la justicia debe ser fuerte, ya que es imposible que la fuerza sea justa”. En rigor, sintetizaría nuestra problemática centrándola en este punto. O somos República o no podremos ser otra cosa que el primer país naturalmente viable de la historia contemporánea que deviene en fallido.
Las otras íes, las nocivas son: ilegalidad, impunidad, indiferencia cívica –‘no te metás’, ‘viveza’ y demás -, intolerancia, intransigencia, indefensión, inseguridad, inflación, improductividad, inutilidad, por caso del gasto que es un despilfarro o carece de prioridad.
Nuestra política – la vida cotidiana de todos – está invadida de sofisterías. A tal grado que por ejemplo se exhibe una paradoja que deja perplejo: todo el país quiere cambios, pero apenas se insinúa uno, las protestas y resistencias pululan. Entre nosotros ni siquiera se puede abrir un tercer aeropuerto en la megalópolis. Algo tan servicial y necesario despierta rechazo. Hay que sincerar nuestra vida colectiva. Que los sedicentes progresistas desnuden su conservadurismo y que los conservadores se pongan el traje definitivamente de reformistas. Así tendremos una política que explicite mejor las posturas de cada cual. Así el pueblo ciudadano podrá atenerse mejor y decidir más cabalmente.
Un párrafo final para la libertad. Concluyentemente, deberán definirse quienes la fragmentan deseosos de gozar de libertades políticas, pero retaceando las libertades económicas. La libertad, señores, es una sola, integral. O la respetamos íntegra o seremos un país de sometidos. Y lastimosamente, la pobreza proseguirá su venenoso ascenso.

*Candidato a diputado nacional por Juntos por el Cambio (Provincia de Buenos Aires).

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