La Argentina está embargada por un problema mucho más gravoso que la inflación, el recurrente déficit y la eterna deuda externa, a los que se unen el faccionalismo, el conflictivismo, la violencia, la notoria intemperancia y las implosiones cada diez años. La cuestión es más profunda y se vincula con nuestra cultura, plagada de prejuicios y ahora de posverdades, vale decir esos engaños flagrantes, pero con cara bonita y rostro ingenuo.
Principiemos por la política y su concepción entre nosotros. Teóricamente, política es la vocación de dirigir el bien común, la cosa pública. Implica la lucha democrática para conseguir el respaldo mayoritario de la ciudadanía y la posesión personal de ese arte que supone saber equilibrar los intereses legítimos de cada sector y actor social para combinarlos en el interés común o general. Empero, en la Argentina la política se ha ido transformando en la puja cada vez más vehemente por la obtención del poder sin exponer un programa de gobierno, sino presentando un diseño de campaña. La mercadotecnia – la captación y fidelización de ‘consumidores’- ha reemplazado al convencimiento y proselitismo de los ciudadanos. Por eso tenemos un partido que tanto puede privatizar a granel como estatizar a raudales, siempre con igual símbolo, invocando al mismo fundador y cantando la pegadiza marcha . Mimetización que es denominador común, pues se ha visto al dirigente hijo de un famoso ex presidente de la democracia reiniciada en 1983 hacer alianza con un efímero candidato que alguna vez ganó diciendo “tengo un plan”, pero ahora se erige en celoso defensor de la ‘intransigencia’ alemniana y demoniza el acuerdo con el actual oficialismo.
La política sigue alejándose de la base social a fuerza de fracasos, infidelidades, engaños, ineptitudes e hipocresías. La cultura política argentina necesita cirugía mayor empezando porque debe aprender a debatir en serio. Para ello la política debe apearse de la vacuidad de la mercadotecnia- y sin dudas de la corrupción que la contamina – para reencontrarse con ideales e ideas. Política sin ideales y sin ideas, y para colmo llena de deshonrados, inexorablemente seguirá acumulando frustraciones y ratificará la ominosa excepcionalidad argentina de ser el único país del planeta que decayó en los últimos 50 años.
La educación es el instrumento que nos salvará del atraso y de la pobreza. Empero, si se denosta la meta de incentivar al presentismo – del cual depende mucho el buen resultado de la enseñanza y que no se despilfarren recursos que deberían ir a la mejora salarial y al equipamiento edilicio y tecnológico y no a pagar suplencias – estamos ante una grave dificultad de índole cultural. En esta área debemos ir contracorriente porque si seguimos en el actual rumbo – sin buscar la calidad, rechazando la evaluación y demás – vamos al derrumbe final de la escuela como ámbito socializador, formador y enriquecedor.
El empleo está en crisis en el mundo entero y acá ¡ni hablar! Lo amenazan desde la llamada ‘industria del juicio laboral’ hasta la inteligencia artificial que promete robotizarlo casi todo, pasando por la descomunal presión impositiva y su insensato impuesto al trabajo. Este problema especialmente afecta a los trabajadores potenciales y sobre todo a los 300 mil jóvenes que año tras año entran a la población activa, pero sin perspectivas de actividad. Y mucho menos digna y registrada. Si en esta materia no obramos contraculturalmente, asumiendo con valentía el fenomenal desafío que amenaza con devastarlo, por aferrarnos a añejas ideas vamos a presenciar el desplome de ese enorme valor y ese colosal ordenador social que es el trabajo.
El capitalismo de Estado no ha funcionado en todo el globo terráqueo. Sí han servido y sirven las Políticas públicas que trasuntan un Estado activo, no mero espectador. En el país, el emprendedurismo está en edad impúber. Hemos tenido muchos buenos empresarios y también hemos sufrido de excesivo aventurerismo. Sin embargo esto es como la mala praxis o el curanderismo y la medicina. No porque haya malos actores vamos a ajusticiar a la ciencia médica, suplantándola por la hechicería. Una fuerte corriente contracultural debe reivindicar el rol relevantísimo de la economía privada – sin duda sinérgica con el Estado. Si no logramos revertir la cultura estatista, la Argentina no tiene destino próspero.
Del asistencialismo ya escribimos. Reiteramos que se requiere una contracultura del trabajo frente a la cultura asistencialista que aliena el desarrollo del país y hunde en la pobreza a millones de argentinos.
El burocratismo – papeleo, sellos, certificaciones, trámites – es una cultura tan desopilante y arcaica como una trabazón para el crecimiento del país a partir de la orientación de las políticas públicas y la iniciativa privada. No puede ser que tengamos temor de ir a una de las 9 mil Oficinas del Estado nacional porque siempre nos van rebotar porque nos falta un papel o una certificación. O impulsamos una contracultura antiburocrática o naufragarán nuestras energías y empeños.
Los grandes hospitales que esperan al enfermo deben ceder su lugar a las bien dotadas Salas de Atención Primaria 24 horas cuya misión principal deberá ser prevenir las enfermedades con un activismo de calle y no de escritorio. Médicos y paramédicos recorriendo las barriadas previniendo la enfermedad, preservando la salud. La contracultura en este plano nos hará ahorrar mucha plata y fundamentalmente nos deparará una población más sana.
La contracultura nos abrirá las puertas para ser más ciudadanos. Más cívicamente protagonistas pues inhumaremos esa falacia de que ‘papá Estado’ nos solucionará nuestros problemas sin esfuerzo de nuestra parte.
Si no actuamos contraculturalmente y continuamos tolerando las bombas moltov, la agresión violenta a la autoridad, llamando represión a todo lo que signifique pretender el imperio de la ley y si creemos que con piquetes diarios y tres movilizaciones por semana vamos a lograr el país grande y el pueblo feliz, entonces estamos sentenciados a ser un Estado marginal y crecientemente inviable a pesar de sus fenomenales potencialidades, humanas y materiales.
Por último, debemos ser contraculturales en un punto esencial, el patriotismo ausente. Si seguimos declamando que somos “nacionales y populares”, pero cometemos un sinfín de atentados a los intereses del país y del propio pueblo, exacerbamos la lucha de clases y las divisiones, la Patria no podrá realizarse. Esa ensoñación se volatizará.
Es hora de l contracultura, porque muchos aspectos de la que tenemos nos llevan al cadalso como país.
*Diputado del Mercosur; dip.nacional m.c. presidente del partido UNIR