Carta abierta a un argentino que espera el colectivo
Por Herman Avoscan diputado Nacional FG-FpV
Esperabas el colectivo por Talcahuano. Era jueves a la noche, más bien tarde. Seguro que estabas cansado. O por lo menos eso me pareció, por la forma en que te apoyabas sobre el cartel. Seguro que había sido un día difícil. Que el trabajo. Que los compromisos. Que los trámites en la AFIP o en la obra social. El colegio de los chicos, el club. Así y todo, te dijiste que había un compromiso con la idea y saliste con tu mujer. Había que parar la ofensiva del gobierno contra la justicia independiente.
Te vi de refilón, cuando volvías para tu casa. Y no pude más que sentir una gran pena por este desencuentro entre argentinos. Entre argentinos iguales, quiero decir. Porque seguro que nos parecemos más entre nosotros que con aquellos que viajan al exterior todos los fines de semana, compran activos todos los meses o especulan con el dólar siempre. Los dos viajamos en micro o en subte; estamos pagando el auto en un plan de ahorro o con financiación bancaria; alquilamos o dejamos la vida pagando la hipoteca; transpiramos la gota gorda para pagar la obra social o la prepaga. Los dos tenemos hijos y queremos que estudien, que progresen, que puedan tener mejores expectativas que nosotros.
Nos separa una sola cosa: mi optimismo; tu pesimismo. Yo veo el vaso medio lleno. Vos, te atragantás con el vaso medio vacío. Y, humildemente lo pienso, en ese atragantarse por lo que considerás que te está faltando para llenar tu vaso, terminás siendo injusto. Para empezar, porque te olvidás de cómo estaba este país cuando arrancó el gobierno del presidente Néstor Kirchner. Acordate que la protesta social era por conseguir “planes de asistencia”, porque trabajo era lo que faltaba: 17,2% de desocupación había en 2003. Eso te molestaba entonces, pero hoy también te molesta que el conflicto pase por la puja salarial. Claro: hoy el desempleo bajó al 7,2%. Y el 77% está en blanco.
En abril de 2003, más de la mitad de la población argentina estaba debajo de la línea de pobreza. Hoy apenas el 6,7%. Ya sé: me vas a decir que no le crees al INDEC. Pero acordate: la forma de calcular hace 10 años es idéntica a la actual. Y los salarios crecieron en un 426%. Algo muy profundo está cambiando en la Argentina.
En 10 años, el Producto Interno Bruto del país (esto es, la suma de toda la riqueza que producimos en un año), aumentó un 83%. Y lo que más creció fue la construcción, las comunicaciones, el transporte, el comercio. Una forma de medir ese crecimiento es la cantidad de vehículos que hay en la calle. Perturba un poco, verdad. Pero lo concreto es que aumentó un 416%. De poco más de 155.000 unidades en 2003 a 802.000 el año pasado. La venta de naftas aumentó un 122%; y la generación de energía eléctrica subió un 50%.
Y el PBI per cápita subió de 9.943 dólares anuales por persona en 2003 a 53.180 dólares por persona en 2012. Y acá estoy llegando al centro de tu enojo: el dólar. Porque en realidad, en tu forma de ver las políticas económicas, nada de todo esto es demasiado importante. Lo que realmente te preocupa es la posibilidad de conseguir dólares. Aunque, como yo, no tengas demasiados excedentes para ahorrar en verde. “Pero por las dudas”, pensás. Una forma de asegurarse el poder adquisitivo de la moneda. O tal vez para pagar el viaje a Disneylandia, como le prometiste a tu hija que está por cumplir 15.
Te subleva la imposibilidad de conseguirlos como antes. La culpa pasa a ser del gobierno, porque controla. Como ocurre en todos los países más o menos serios del mundo. Y no de unos cuantos vivos que hacen su negocio especulando con tu ansiedad. Y de los que te convencen predicando estallidos y tsunamis financieros, especie de castigo bíblico para una Argentina que pretende tener una política económica propia.
Pero vos querés libertad absoluta para comprar dólares porque sería tu “Arca de Noé” en caso de que llegue ese diluvio. Para comprar artículos importados. Para viajar (en el caso de que puedas hacerlo, claro). O para tenerlos en tu casa. O para comprar inmuebles (a propósito: en 10 años, la construcción aumentó más del 125%). Y en lo posible, baratos. Como en la etapa de la “plata dulce” de Martínez de Hoz. O más acá: la convertibilidad de Menem, De la Rúa y Cavallo. Eso te hacía sentir un ciudadano del primer mundo. Pero atento, que los dólares no son nuestros. Los fabrica Estados Unidos. Ellos sí pueden tener déficit en dólares. Pero si nosotros tenemos déficit tenemos que cubrirlo con deuda. Y la deuda genera una sensación ficticia de riqueza: dejamos de producir, cerramos las fábricas, vendemos… Hasta que un día la fiesta se termina; hay que pagar; viene el apriete; el ajuste. ¿Te suena conocido? Volvemos a 2003.
Y me vas a jurar que la protesta es contra la “colonización de la justicia” y el “fin de la república”. Discutamos eso. Seriamente. Yo tengo argumentos para defender mi idea de que la “democratización” de la justicia (como prefiero llamarla), es un gran paso para hacer más transparente el sistema judicial. Igual, concentrémonos en el tema que más te irrita: la elección del Consejo de la Magistratura por voto directo en comicios nacionales. Son muchos los que pregonan que con este sistema se termina la división de poderes. Pero los que baten el parche y el redoblante de este argumento no te dicen que mediante el sistema actual, la elección se realiza entre cuatro paredes. En reuniones que pueden participar unos pocos privilegiados. Y el resultado de esos encuentros reservados es una Justicia que le debe favores a factores de poder que permanecen ocultos para el 95% de los argentinos.
Podemos discutir si la votación directa del Consejo de la Magistratura es el método más efectivo, pero ese razonamiento de que se aproxima “el fin de la justicia independiente” me parece una exageración total. Pero en esas marchas no se busca razonar sino confrontar en espejo. A cada propuesta del oficialismo, viene un rechazo cerval de la oposición.
Ese es uno de los proyectos. Quedan cinco: que buscan hacer que los poderosos también cumplan con la justicia; que se transparente el despacho diario; que todos los funcionarios tengan la obligación de publicar sus declaraciones de bienes; que el ingreso al Poder Judicial sea por concurso y examen; la creación de Cámaras de Casación para que la Corte Suprema sea el control de calidad constitucional del sistema jurídico.
Por eso, creo que cuando no hay argumentos se apela a la irracionalidad. Al enojo contra lo primero que te pasa por la cabeza. A la negación completa del otro. Y de a poco, nos van levantando una pared que es cada vez más alta que nos separa. A sabiendas que en democracia todo es corregible.
Por eso mi tristeza cuando te vi, cansado y con bronca, esperando un colectivo que te llevara de vuelta al barrio. Porque con esa carga de emociones confundidas saliste a defender los privilegios de la Argentina aristocrática. Ese sector social que se mueve entre el campo y las finanzas; los que deciden cuándo aumentan sus ganancias; cuándo apuestan contra el peso o si cierran tal o cual fuente de trabajo. Son los que se sienten afectados porque hay un gobierno que defiende derechos laborales y obligaciones patronales. Un gobierno que tiene un programa económico que en medio de la crisis internacional más grave desde 1930, logró el milagro de que no afectase el nivel de empleo de la economía. Ese pequeño grupo que se lleva los mayores beneficios de una torta en crecimiento, quieren quedarse con más. Son los que nos miran con desprecio porque llegamos en un humilde Gol. O en un Siena. Tal vez en un Fiesta. O porque no podemos darnos el lujo de vestir determinadas marcas.
Supongo que también te puede pasar por la cabeza que asumiendo esos valores ya pasás a ser parte del grupo de los privilegiados. Pero sabés tan bien como yo que eso nunca pasa. Por eso, argentino que esperabas el colectivo ese jueves a la noche, te pido que vuelvas a pensar todo lo que nos está pasando. Sin anteojeras para el razonamiento. Parándote en tu propio lugar, no en el del grupo social de los poderosos. Porque igual que antes, te van a usar y te van a descartar. Ellos generan las crisis para que las paguemos los asalariados, los pequeños y medianos empresarios y comerciantes. Después podremos coincidir o no con determinadas medidas. Pero empezando a pararse desde el interés propio. El de nuestras familias. Y entendiendo que en una sociedad como la argentina, ninguno se va a salvar solo, defendiendo un privilegio. Porque lo importante es poder articular un programa en el que todos estemos incluidos. Como el que – con las imperfecciones y correcciones del caso -, vamos llevando adelante desde el 25 de mayo de 2003.
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