Nadie puede refutar que la hondura inusitada de nuestra crisis moral, cultural, social, política y económica exige un alto grado de unión nacional para afrontarla y comenzar con la faena de revertirla. Generalmente se dice que debemos determinar algunos ejes principales y sobre ellos acordar estrategias de Estado. Por caso, convenir que la educación es servicio esencial y que debemos extender a todo el país las salas de 2 años. E introducir reformas en la enseñanza y el aprendizaje, preparándonos para el futuro y sus desafiantes exigencias. Una educación que afirme nuestra identidad cultural – es nuestro más legítimo y genuino pasaporte al mundo – y nos dé el conocimiento que nos permita pararnos firmes en el escenario tecnológico en constante mutación. Un sistema que prevea la evaluación de docentes y educandos como una de las claves para estimular la innovación y la mejora permanente. Así, en otras áreas. Nuestra política exterior ha sido errática – en términos generales – desde la caída del Imperio Británico. Para ponerle una fecha arbitraria, desde los años cuarenta. Salvo la idea inconclusa de la integración del Cono Sur – con un Chile reticente -, hemos fluctuado desde un tercerismo más teórico que real, a un alineamiento íntimo ‘carnal’, pasando por una recurrente neutralidad y alguna apenas escondida simpatía por utopías socialistas. Llegó la hora de pararnos firmes en el escenario internacional exhibiendo madurez, mostrando una personalidad segura de sí misma y planteando valores irrenunciables como el sistema republicano democrático que establece nuestra Constitución y los Tratados que firmamos. Una política exterior que sepa defender y potenciar nuestros vastísimos intereses y armonizarlos con los de los otros en sinergias mutuamente beneficiosas. Un ejemplo es el intercambio comercial: hay que vender cada vez más con mayor valor añadido, pero ello supone también comprar más. El infantilismo es incompatible con la buena política, sea vernácula como externa. Recientemente nuestros vecinos nos dieron una lección de realismo. Brasil ha anunciado que así como los gastos de los argentinos en el exterior están gravados con un 30%, ellos aplicaran la misma tasa a los que efectúen los brasileños que nos visiten. Y Uruguay- cuyo gobierno pondera la libertad económica – acaba de proponer – en una reunión de los intendentes de los departamentos limítrofes con Entre Ríos- “ingreso cero” de mercaderías compradas en las ciudades entrerrianas lindantes. Un vecino de Paysandú, pues, no podrá adquirir un paquete de yerba y un litro de aceite en Colón y otro de Fray Bentos no podrá volver a su ciudad con un kilogramo de asado y una docena de bananas. Indudablemente, de la libertad de comercio no queda ni un ápice. Esto prueba que la política es una obra harto compleja que no tiene como pariente cercano a la simpleza. Y que no es inocuo el descalabro macroeconómico argentino.
Siete, diez o doce grandes estrategias consensuadas. Basta de debatir, discutir y caer en bizantinismos. Es momento de rehacer la Argentina, no de seguir hablando. El hastío generalizado del pueblo nos da señales inequívocas.
La grieta a esta altura no importa quién la creó y fomentó. Existe y punto. Y es maligna, claro. Empero, no es caprichosa o antojadiza. Tiene su razón de ser. Si un sector político se ha dedicado a estructurar la pobreza en nombre de una organización asistencial casi infinita, plagada de planes, distribuyendo a cada vez más personas escasos recursos de subsistencia y pontificando paralelamente que “el Estado te ayuda” o “el Estado está presente”, agrandando la burocracia incesantemente – con simultáneo achicamiento de la actividad privada -, es muy difícil establecer un diálogo desde la otra vereda. Máxime si recurrentemente le enrostran al sector privado avidez, codicia e insensibilidad, auto asignándose el monopolio de la solidaridad y la justicia.
Por otra parte, existe una creciente naturalización de la corrupción, no sólo por el blindaje de impunidad que le da cierta parte del poder judicial. Una prueba la dio en estos días la hija del dirigente del gremio de Camioneros quien se niega a desprenderse de una fuerte cantidad de dólares aduciendo que “es una donación que le hizo uno de sus hermanos y el abogado de su padre”. Desparpajo. Nadie se asombra ¿Cómo acorar con los corruptos? ¿Qué acordaríamos con ellos? Esta grieta – la frontera que debería ser clara y terminante entre valores y disvalores – es insuperable si no hay reparación y contrición.
La grieta podrá ser encapsulada hasta disolverla si somos capaces de una narrativa que desmantele el relato imperante. Una propuesta contracultural diáfana: el esfuerzo, el mérito y el trabajo no se negocian ni se abdican en aras de la mediocridad y de la desidia. La Argentina acidiosa no va más.
Es asaz peligroso caer atrapados en la trampa de las hipócritas exhortaciones antigrieta que esconden la acechanza de cristalizar esta Argentina empobrecida y decadente.
Con las mafias no hay otro diálogo que el imperio de la ley. Con las posturas fosilizadas y arcaicas – el estatismo exacerbado que se proclama y se intenta consumar – no hay otra opción que convencer a nuestra nación de que con burocracia, más impuestos y más gasto público el país inexorablemente se seguirá hundiendo. Ha concluido la aventura de ‘combatir al capital’ para generar la pobreza general. Es tiempo del reto de un capitalismo emprendedor, inversor y empleador que movilice nuestros recursos humanos y materiales.
La salida no está afuera, sino acá. Es la de amigarnos con la buena política y la sana economía.