Educación emocional: discutir a qué llamamos emociones y qué hacer con ellas al educarlas. Por Lic. Norma Filidoro
Al 24 de agosto se registran cinco proyectos de ley referidos a la «educación emocional» con estado parlamentario. Algunos apuntan a modificar la Ley Nacional de Educación (26.206), mientras otros, a la creación de Programas o Leyes específicas. El debate está abierto, pero para que produzca inteligibilidad y conocimiento en los ciudadanos debemos eludir la simplificación de educación emocional sí o no para discernir acerca de sus fundamentos: discutir a qué llamamos emociones en este contexto (ya que no se trata del sentido común) y qué es lo que pretendemos hacer con ellas al educarlas, ya no en el ámbito familiar sino en el escolar extra-familiar.
Un riesgo: que la «educación emocional» quede reducida a control y aún la eliminación, no sólo de las descargas físicas que son concomitantes a las emociones sino también de los sentimientos que las provocan. ¿Quién determina qué sentimientos son adecuados para quién ante qué situación? ¿Quién determina que reacción es oportuna, cuándo? Las emociones tienen una función: el miedo que sentimos en relación con una situación o una persona nos permite alejarnos de un potencial peligro, aunque desconozcamos en qué sentido esa persona o esa situación son peligrosas. Lo peligroso lo es para uno y no para todos ni cualquiera: en el caso de los niños y niñas, por ejemplo, ¿quién decide si deben o no tener miedo de ese señor o esa señora que los quiere tanto? En este sentido, hacer entrar a las emociones en un programa educativo que las estandarice, podría resultar, al menos, riesgoso.
Algunos podrían pedir educación emocional para los integrantes de las fuerzas de seguridad bajo el supuesto que evitaría que los policías mataran a patadas. Otros, incluso gobernantes, piensan en el sentido contrario.
Lo que ocultan los proyectos de ley de educación emocional es que, necesariamente, conllevan una ideología. Ocultan la dimensión política. Se ofrece como solución (irresistible) a los prejuicios discriminatorios, la violencia social, el consumo de drogas y alcohol, el delito, el abuso, la bulimia, la anorexia, y el bullying.
No debería preocuparnos tanto que las leyes sean promovidas por los mismos colectivos (en general fundaciones) que en sus páginas web venden libros y cursos y entrenamientos para empresas y escuelas, sino que en esas páginas y en esas leyes se suponga (o se nos quiera hacer creer) que la violencia, la depresión o los consumos problemáticos tienen como agente, como responsable, al individuo y, claro, sus aún no educadas emociones. Como diría Ramón Carrillo , frente a la violencia de la pobreza, frente a la exclusión, frente a la salud y la educación devenidas mercancía, frente a la exigencia de ir a un rendimiento que vaya más allá del vivir, las emociones no solo son unas pobres causas, sino que aún, quizás, constituyan parte de ese tesoro inexpropiable que debamos defender.
(*) Licenciada en Ciencias de la Educación (UBA). Magister en Psicopedagogía Clínica (Univ. León). Participa del Observatorio Participativo en Políticas Públicas en Educación, dependiente del Departamento de Ciencias de la Educación y del Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación de la Facultad de la Filosofía y Letras de la UBA.