Por Daniel Lagos (Télam)
Turquía vivió en 2015 uno de los años más intensos en una década, que cierra con un pico de tensión con Rusia por la guerra en la vecina Siria pero que incluyó además dos elecciones ardorosamente disputadas, la reanudación del nunca resuelto conflicto interno con los kurdos y los atentados más sangrientos de la historia del país.
El derribo de un cazabombardero de Rusia que participaba de misiones de ataque al Estado Islámico (EI) en territorio sirio, cerca de la frontera con Turquía, pulverizó la robusta relación económica y comercial que los dos países habían forjado en los últimos tiempos.
El gobierno del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, dijo que sus aviones F-16 abrieron fuego ese 24 de noviembre porque la aeronave rusa violó su espacio aéreo e ignoró varias advertencias, pero Rusia lo negó categóricamente.
El detalle de lo ocurrido sólo colaboró en poner más combustión al episodio: tras el ataque, los dos pilotos rusos accionaron sus paracaídas. Uno se salvó, el otro fue acribillado a balazos cuando se balanceaba en el aire en busca de tocar tierra.
Fue asesinado por una brigada yihadista que ostenta un nombre que despertó no pocas suspicacias: Sultán Abdulhamid, el último que tuvo el Imperio Otomano.
A su mando, Alpaarlen Celik, cuadro militar de los «lobos grises», grupo fascista turco acusado de ser grupo de choque de Ankara para reprimir opositores y del que surgió Mehmet Ali Agca, que el 13 de mayo de 1981 atentó contra el Papa Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro, en Roma.
¿Jugada política calculada al milímetro? ¿Temeridad que le costará su carrera política? Sólo el tiempo dará la respuesta a las motivaciones reales que llevaron a Erdogan a tomar una decisión de tal envergadura, y que desató la actual crisis política y diplomática con el oso ruso.
Y la respuesta del hombre del Kremlin no tardó en llegar: el 30 de noviembre, el presidente Vladimir Putin acusó a Turquía de ser «cómplice del terrorismo» y de comprar el petróleo que el EI extrae de las zonas de Siria e Irak que controla, y cuya venta en el mercado negro constituye su principal fuente de financiamiento.
De inmediato, Erdogan, a su vez, desafió a Putin a probar sus acusaciones y hasta puso su renuncia -y también la del presidente ruso- sobre la mesa.
¿Amagos de dos boxeadores en el centro del ring side? No lo parece.
La crisis cobró músculo, y la escalada, no sólo verbal y que recuerda a los momentos de tensión durante la Guerra Fría, tomó vuelo: Moscú instaló misiles de largo alcance en Siria, a 50 kilómetros de la frontera turca, y equipó a los aviones de su campaña siria con misiles tierra-aire para defenderse.
Rusia también impuso duras sanciones económicas contra Ankara, incluyendo una veda a la importación de frutas y verduras del país musulmán y una virtual prohibición del turismo bilateral, que significarían un drenaje de más de 10.000 millones de dólares anuales para las arcas turcas.
«Nosotros de ninguna manera apoyamos al Estado Islámico, pero entendemos que el combate contra este grupo debe darse en forma paralela, no independiente, a la democratización del gobierno sirio», se sinceró Cemalettin Hasimi, vocero del primer ministro Ahmet Davutoglu, ante una pregunta de Télam días antes de la primera vuelta de las elecciones parlamentarias de junio último.
La consulta, informal, realizada durante una de las tantas rondas de café «a la turca» en un salón privado del coqueto restaurante Baklava, en Ankara, estuvo referida a una pregunta clave: «para Turquía ¿quién es el enemigo principal, el Estado Islámico o el gobierno de Siria?».
Es que ya en ese entonces arreciaban las denuncias de intervención directa del gobierno de Erdogan a favor del grupo fundamentalista, acusaciones que al paso de los meses cobraron envergadura y llegan hoy a niveles de escándalo internacional.
En ese contexto, el Partido de la Justicia y Desarrollo (AKP) de Erdogan ganó los comicios de junio, pero perdió su mayoría absoluta por primera vez en 12 años en el poder y no pudo formar gobierno, forzando una repetición de las elecciones en noviembre.
Los avatares de la política externa turca, como la sombra al cuerpo, se entrecruzan con la situación interna, en que pese a que los sondeos previos no eran promisorios para el AKP el partido de Erdogan sorprendió con una amplia victoria en los comicios del 1 de noviembre, recuperó su mayoría absoluta y formó un gobierno por sí solo.
Con el auspicio, entonces, de los buenos resultados electorales, el mandatario aspira ahora a encarar un sueño largamente anhelado: reformar la Constitución y marchar hacia un régimen de gobierno de corte presidencialista, con un jefe de Estado con un rol más decisivo que el carácter actual, más bien protocolar, de su cargo.
Pero tiene una piedra en el zapato que le impide caminar con soltura hacia ese objetivo: el problema kurdo. La tregua a la que trabajosamente se había arribado dos años antes con el guerrillero partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) se hizo trizas, entre otros motivos por la seguidilla de atentados contra esa minoría.
En uno de ellos, el 20 de julio, contra una concentración de jóvenes del ascendente partido Democrático de los Pueblos (HDP), en la ciudad de Suruc, a menos de 30 kilómetros de la frontera con Siria, acabó con la vida de 32 activistas.
Pero el más grave de todos ocurrió el 10 de octubre en la estación central de trenes de Ankara: más de 100 muertos y cerca de 240 heridos por un doble atentado suicida durante una manifestación por la paz del HDP, un hecho que Ankara achacó al EI.
El gobierno utilizó a su favor el clima así enrarecido, jugó a fondo la carta del miedo como línea política, persiguió a la oposición y a los medios independientes y recuperó terreno por derecha.
De aquí en más, Erdogan tendrá que demostrar grandes dotes de estadista, amén de no poca cintura política. Y además, barajar y dar de nuevo respecto a Siria, el EI y Rusia.
En particular en éste último caso, de no ser así, podría cumplirse su propia profecía y tener que entregar su cabeza a Moscú.