Por Mariano Yakimavicius
Las reformas impulsadas por el primer ministro Bejamin Netanyahu y su coalición de gobierno conducen al país hacia el autoritarismo.
En definitiva, las reformas propuestas erosionarían la división y el equilibrio de poderes y debilitarían las bases de la democracia israelí, otorgando un poder desmesurado al ejecutivo, en un contexto en el cual los sectores reaccionarios cobran cada vez mayor poder y los progresistas quedan circunscriptos a la protesta en las calles y en las redes sociales.
Giro a la derecha
Hace años que diversos grupos reaccionarios crecen en Israel, mientras que los partidos políticos tradicionales se contraen, tanto del ala conservadora como de la progresista.
Sin embargo, el giro más notorio hacia la extrema derecha en la historia del joven Estado de Israel se produjo el pasado mes de diciembre, cuando Benjamin Netanyahu logró articular una coalición ultraderechista y ultraortodoxa en el parlamento, sobre la cual se sustenta su gobierno.
En las últimas elecciones la extrema derecha duplicó su representación legislativa, encabezada por el líder de “Poder
En su estrategia para volver al poder, Netanyahu se alió con esa clase de partidos. Y es para cumplir con los acuerdos que le permitieron recuperar el poder, que el primer ministro impulsa la sanción de distintas leyes en el parlamento, calificadas por sus detractores como una amenaza a la democracia.
El regreso de Bibi, el pragmático irresponsable
Benjamin Netanyahu -popularmente “Bibi”- líder del partido conservador Likud, volvió por tercera vez al poder a fines del año pasado y es quien más tiempo ha gobernado Israel en su historia (1996 a 1999 y desde 2009 a 2021).
Las de finales de 2022 fueron las quintas elecciones en los últimos tres años y, tras la larga y constante merma de votos de su partido registrada en los últimos años, esta vez Bibi tuvo que ceder espacios como nunca antes frente a los grupos más extremistas de la política israelí para asegurar su regreso al poder. Netanyahu hizo una alianza con los dos partidos religiosos ultraortodoxos “Shass” y “Judaísmo Unificado de la Torá”, así como con las tres formaciones de extrema derecha, “Sionismo Religioso” de Bezalel Smotrich, “Noam”, de Avi Maoz y el ya mencionado “Poder Judío” de Itamar Ben Gvir. En total, esa coalición reúne 64 bancas parlamentarias sobre un total de 120.
Para configurar esta coalición, Netanyahu firmó acuerdos con los partidos extremistas que supusieron el reparto de ministerios, secretarías y otros cargos gubernamentales. Pero también se comprometió a sancionar normas acordes al cumplimiento del ideario de esas agrupaciones. Es así como, para sustentar un gobierno más homogéneo que el anterior -que estaba compuesto por partidos de todo el espectro ideológico- y para poner fin al bloqueo político que sufre Israel desde hace cuatro años, Bibi le entregó una cuota de poder desproporcionada a agrupaciones políticas extremistas que intentan imponer su visión de la vida a todo el conjunto social.
Estos partidos incluyen entre sus miembros a legisladores abiertamente racistas antiárabes y homófobos. Varios de ellos alientan proyectos tales como la prohibición de las marchas del orgullo LGTBIQ+ y han propuesto una cláusula legal que permita a profesionales, incluido médicos, negarse a prestar servicio a personas que atenten contra sus creencias religiosas, lo que afectaría drásticamente a este colectivo. Otros proyectos están destinados a la deportación de quienes no demuestren “lealtad” al Estado y a habilitar un avance significativo de educación religiosa, incluso en escuelas laicas.
Pero detrás de todo esto se esconde el pragmatismo irresponsable de Benjamin Netanyahu. Pareciera que lo que motiva a Bibi no es solamente su voraz vocación por el poder, sino también el afán de limitar los poderes del Tribunal Supremo en la batalla que libra desde hace años contra el sistema judicial. Netanyahu arrastra desde hace años acusaciones por corrupción en tres casos separados que incluyen soborno, fraude y abuso de confianza.
El proyecto legislativo cuya primera votación se efectuó esta semana, le permitiría al parlamento aprobar leyes capaces de contradecir las Leyes Básicas del país -equivalentes a una Constitución- y eliminaría la capacidad del Tribunal Supremo para anularlas. En otras palabras, le quitaría al poder judicial el control de constitucionalidad.
Ante semejante estado de cosas, decenas de miles de personas, entre ellas el exprimer ministro Yair Lapid, se han manifestándose desde el inicio del año en distintos puntos del país y muy notoriamente en las grandes ciudades, como Tel Aviv. La más importante de ellas hasta el momento reunió a 120 mil participantes con consignas tales como “libertad, igualdad y calidad de gobierno” para frenar “la peligrosa revolución del nuevo ejecutivo que destruirá la democracia israelí”.
El presidente israelí, Isaac Herzog, ha convocado al diálogo entre el gobierno y la oposición, pero no obtuvo respuesta de Netanyahu.
Rumbo siniestro
Israel es uno de esos pocos países que, sin alcanzar el estatus de “potencia”, convoca la atención de la comunidad internacional. Ya sea a favor o en contra, gran parte de los gobiernos han tendido históricamente a pronunciarse, adherir o rechazar cuanto Israel hace, dice o calla. Sin embargo, el giro a la derecha, la inclinación hacia el autoritarismo, el tratamiento de la cuestión Palestina -en particular con la proliferación de asentamientos en Cisjordania- parecen haber modificado esas percepciones. Si bien nadie parece tomar en serio a las desacreditadas autoridades palestinas, Israel generó un cansancio con su política de hechos consumados.
Más aún, tiende a propagarse la idea desde organizaciones de derechos humanos, hasta funcionarios y exfuncionarios diplomáticos de varios gobiernos, de que el régimen actual se ha convertido en un sistema de “apartheid” parecido al que gobernó Sudáfrica. Al principio aplicado sólo a los palestinos, pero cada vez más cerca de aplicarse a la propia ciudadanía israelí.