Por Mariano Yakimavicius, Licenciado y Profesor en Ciencias Políticas
Perú vivió un terremoto político en el cual el presidente intentó dar un autogolpe de Estado y finalmente fue destituido por el Congreso.
Ensayo de “autogolpe”
Perú se sumió el último miércoles en un caos político tras el intento de Pedro Castillo de disolver el Congreso e instaurar “un gobierno de excepción” que legislaría a través de decretos ley hasta la conformación de un nuevo Congreso con poderes para formular una nueva Constitución. El presidente buscaba también reestructurar el poder judicial y la fiscalía.
El texto constitucional habilita al presidente para disolver el Congreso pero en situaciones muy puntuales -que no estaban dadas en esta ocasión- y le impide expresamente hacerlo en simultáneo con el establecimiento del estado de excepción y sin incorporar en el decreto de disolución la inmediata convocatoria a elecciones legislativas. Es por eso que se lo acusó de intentar dar un “autogolpe” de Estado. Quizás pensó que si Alberto Fujimori había podido hacerlo en 1992, él también podría. Sólo logró que prácticamente todo el espectro político e ideológico, varios de sus ministros, embajadores, la vicepresidenta y la Defensoría del Pueblo, reaccionaran frente a lo que sin dudas era una ruptura del orden constitucional. El presidente no tenía siquiera un guiño de las Fuerzas Armadas ni de la policía.
Este comportamiento del mandatario provocó el adelantamiento de la sesión del Congreso en la que estaba previsto debatir y votar una moción de vacancia por “inhabilidad moral permanente” contra Castillo que, finalmente, terminó en su destitución.
Finalmente, Castillo se presentó ante la prefectura de la policía en Lima, donde fue arrestado y acusado de cometer el
¿Cómo se llegó a esto?
Desde que llegó al gobierno en julio de 2021, Castillo vivió constantes crisis de gobierno que lo obligaron a reemplazar 5 gabinetes y a realizar alrededor de 80 recambios ministeriales. El Congreso, atomizado, ya había intentado en dos ocasiones sacar al presidente del poder pero no lograba reunir los dos tercios de las voluntades necesarias para hacerlo. Existen sospechas de que eso sucedía porque el Poder Ejecutivo “compraba” las voluntades necesarias para evitar esa mayoría especial.
La sesión del último miércoles era el tercer intento de la oposición legislativa para sacar a Castillo del poder, con resultado incierto. Un día antes, Castillo acusó a la oposición de querer “dinamitar la democracia” y volvió a declararse inocente de las acusaciones de corrupción en su contra. Sobre Castillo pesan varias acusaciones que involucran a miembros de su familia, pero que -en algunos casos- también lo alcanzan directamente. Sin embargo, fue la decisión del propio mandatario de “fugar hacia adelante” y concretar el autogolpe lo que selló definitivamente su destino político. La necesidad de preservar la democracia y el Estado de Derecho -y su propia supervivencia- aglutinó las voluntades de legisladores y legisladoras, que alcanzaron así una holgada mayoría de 101 para destituir al presidente.
Las cabezas de los presidentes siguen rodando
Vizcarra fue sustituido por el legislador Manuel Merino, quien renunció al cargo cinco días después de asumir la presidencia. En su lugar, el Congreso tomó juramento a Francisco Sagasti, quien gobernó el país hasta la elección de Castillo.
Independientemente de los casos de corrupción en los que presuntamente están involucrados estos exmandatarios, los recurrentes cambios en la presidencia del país se explican en buena medida por la fragmentación política y por el diseño institucional del país que facilita que tanto Congreso como el presidente puedan anular las facultades del otro poder.
A eso se agrega la polarización persistente entre fujimoristas y antifujimoristas, que provoca desde hace ya varios años, alianzas de conveniencia electoral cuyo único objetivo es evitar que “gane el otro”.
Ante este panorama, es inevitable preguntarse cuál será el destino de Dina Boluarte y -más aún- el de la política peruana en lo inmediato
El reino de la inestabilidad
Esta crisis puntual supuso el fin de la presidencia de Castillo, pero no el final de la crisis política peruana. El Congreso continuará dividido y, según las encuestas, es tan impopular como el ya expresidente. A priori, tampoco se vislumbra la posibilidad de un acuerdo que vaya más allá del hecho de la expulsión de Castillo. Menos aún la posibilidad cercana de construir un acuerdo en torno a un programa político a seguir.
En definitiva, de no emerger un liderazgo político fuerte y legitimado mediante el voto popular, y de no modificarse el diseño constitucional e institucional del país, Perú parece condenado a lidiar con la inestabilidad política crónica.