22 de noviembre de 2024

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Para que el ciudadano tenga el control.

Good bye Gorbachov

Por Mariano Yakimavicius, Licenciado y Profesor en Ciencias Políticas

El último líder de la Unión Soviética, Mijaíl Gorbachov, murió a los 91 años y dejó un legado controvertido.

Entre 1945 y 1991, la Unión Soviética y los Estados Unidos dominaron la agenda global política, ideológica, económica, militar, cultural, científica y hasta deportiva. Ese período fue conocido como “Bipolarismo” y el enfrentamiento constante aunque indirecto entre ambas superpotencias fue rotulado como “Guerra Fría”.

La Unión Soviética, que encarnaba al polo comunista, nació con el liderazgo revolucionario de Vladimir Lenin, e implosionó bajo el liderazgo reformista de Mijaíl Gorbachov.

El fin del Bipolarismo y la caída de la Cortina de Hierro son considerados en la órbita occidental como obra de Gorbachov, conjuntamente con los liderazgos de los presidentes estadounidenses Ronald Reagan y George Bush (padre), además del Papa Juan Pablo II.

Es por estos motivos que una parte del mundo considera la muerte de Gorbachov como la pérdida de uno de los más importantes líderes de la historia reciente. Sin dudas lo es, aunque ese liderazgo está caracterizado por claroscuros y controversias.

El mandamás de una superpotencia decadente

Desde que llegó al poder en 1985, Gorbachov tuvo por objetivo impedir el colapso de la Unión Soviética, algo que parecía cada vez más próximo en virtud del recalentamiento de la economía, como consecuencia de la carrera armamentista que se libraba con los Estados Unidos y que había sido profundizada por el dúo Reagan-Bush, mientras el Papa polaco Juan Pablo II esmerilaba ideológicamente al bloque comunista.

Al año siguiente de comenzar su gobierno, se produjo el peor accidente nuclear de la historia en la central nuclear Vladimir Lenin en la localidad ucraniana de Chernobyl. Una macabra metáfora de lo que sucedería con la Unión Soviética.

Para alcanzar el objetivo que se había propuesto, Gorbachov empleó dos estrategias. La primera fue conocida como “perestroika” o reestructuración económica. La Unión Soviética quedaba rezagada económicamente frente al resto del mundo con productos caros y de mala calidad. La segunda era la “glasnost”, que se traduce como apertura o transparencia. Durante su gobierno aumentaron la tolerancia religiosa y de pensamiento y la divulgación de noticias nacionales e internacionales. Gorbachov emprendió también una campaña de apertura del sistema político y de flexibilización del Partido Comunista.

Su política exterior se centró en poner fin a la Guerra Fría y suscribió varios acuerdos con Reagan y Bush para aumentar el control de armas nucleares y reducir los arsenales. También puso fin a la ocupación soviética de Afganistán y regularizó las relaciones diplomáticas con China.

Sin embargo, hacia fines de la década de 1980 las reformas que implementó no lograron evitar el resquebrajamiento de la Unión Soviética, cuya economía era aún más frágil de lo que se estimaba. Simultáneamente, evitó el uso indiscriminado del formidable aparato represivo soviético como primera opción.

En julio de 1989, anunció que los países miembros del Pacto de Varsovia -que respondían a la esfera de dominio soviético- podían decidir su propio futuro. Fue entonces que en Polonia, el sindicalista y luchador por la libertad Lech Walesa asumió el poder y, en septiembre, Hungría abrió sus fronteras hacia Occidente sin respuesta alguna de las tropas soviéticas. En noviembre de ese año, el curso de la historia europea cambió: el muro de Berlín cayó y Alemania comenzó el proceso de reunificación tras casi cuarenta y cinco años partida en dos.

En 1990, Gorbachov gozaba del favor de la comunidad internacional y recibió el Premio Nobel de la Paz por su papel en la finalización de la Guerra Fría y la reunificación de Alemania. Pero el proceso de descomposición del bloque comunista que hasta entonces se había mantenido fuera de la Unión Soviética, se trasladó adentro.

A comienzos de 1991, las repúblicas bálticas de Lituania, Estonia y Letonia decidieron recuperar su independencia. La primera respuesta del gobierno soviético y de Gorbachov fue evitarlo por la fuerza. La “Masacre de enero” en Lituania se cobró la vida de 14 personas además de otras 702 heridas, muchas de ellas aplastadas literalmente por tanques soviéticos. La firmeza de la ciudadanía en los países bálticos fue definitoria y la ola independentista se propagó hacia el resto de la Unión Soviética.

En agosto de 1991 el sector más reaccionario de la dirigencia comunista hizo un último y desesperado intento por sostener el régimen y actuó para deponer a Gorbachov y, de ese modo, evitar la firma de un acuerdo que reemplazaba la estructura central soviética por una más federal. El entonces presidente de la Federación Rusa, Boris Yeltsin, denunció el golpe y reunió apoyo para salvar a Gorbachov. En diciembre, ya sin poder real, observó como Yeltsin declaraba la disolución de la Unión Soviética y el establecimiento de la Comunidad de Estados Independientes, que mantenía bajo un mismo paraguas político a Rusia, Bielorrusia y Ucrania. Mijaíl Gorbachov renunció a su cargo el día de la navidad de 1991.

Legado

Por su papel en la historia es admirado por unos y despreciado por otros, tanto dentro como fuera de Rusia. Para algunos analistas, su mayor error consistió en pensar que podía reformar y, a la vez, mantener la Unión Soviética tal y como estaba. Él mismo analizaba su rol en la caída del bloque soviético de este modo: «a pesar de todos los males y miserias actuales, los rusos, y en general la gran mayoría de los ciudadanos de los países de la ex órbita soviética, prefieren vivir en una sociedad libre y democrática, como la que hoy disfrutan, a la situación que vivían bajo el comunismo. Ese es el marco en el que puedo encuadrar mi responsabilidad en mi etapa como exmandatario de la Unión Soviética».

Mientras los líderes de muchos países occidentales realzan su figura por haber conducido al final de la Guerra Fría, entre los países que sufrieron el yugo soviético, su imagen es otra. El ministro de relaciones exteriores lituano, Gabrielius Landsbergis lo resumió diciendo: “los lituanos no glorificarán a Gorbachov. Nunca olvidaremos el simple hecho de que su ejército asesinó a civiles para prolongar la ocupación de nuestro país por parte de su régimen. Sus soldados dispararon contra nuestros manifestantes desarmados y los aplastaron bajo sus tanques. Así lo recordaremos”.

Cuando en los últimos años le preguntaban a Gorbachov por su opinión acerca de la situación actual de Rusia, la deriva autoritaria del gobierno y el balance de la perestroika, se mostraba crítico. “Hay personas para quienes la libertad es una molestia, no se sienten bien con ella», expresó en una oportunidad sin aclarar a qué personas se refería. Hace poco, trascendió también su disgusto por la invasión rusa a Ucrania.

Gorbachov será enterrado en el cementerio de Novodevichy en Moscú, pero sin los honores de un jefe de Estado. Para entender el desdén ruso en torno a su figura, puede ser útil la siguiente anécdota. El día en que cayó el Muro de Berlín, un espía 37 años de la inteligencia soviética, la KGB, se encontraba en Dresde, una tranquila ciudad alemana desde la cual actuaba encubierto como traductor. En esos días llamó a Moscú para recibir instrucciones y no encontró a nadie del otro lado del teléfono que fuera capaz de dárselas. Acto seguido, destruyó los archivos con los que había trabajado y se marchó a Leningrado. Un espía despechado y sin jefe, siempre se torna peligroso. ¿Su nombre? Vladimir Putin.