El 8 de marzo fue detenido en su casa del barrio de Balvanera un tal Santiago Rubén Aciar por difundir en su canal de YouTube una fake news acerca de la existencia secreta en el Hospital Posadas de «tres pisos colmados de pacientes con coronavirus que el gobierno ocultaba». Ese video obtuvo 144 mil visitas; entre estas, la del interventor del establecimiento, Alberto Alejandro Maceira. Fue él quien hizo la denuncia ante la Justicia. Y no el Ministerio de Seguridad.
Pero en aquel instante hubo una caprichosa coincidencia del destino: su titular, Sabina Frederic, se encontraba en teleconferencia ante una comisión de la Cámara de Diputados y fue allí cuando mencionó lo de los «ciberpatrullajes para medir el humor social». Claro que luego supo especificar que aquello «no es un acto de espionaje», ya que consiste en «un rastreo público de las redes sociales y no de la esfera privada», con el propósito de «saber lo que pasa en las calles para así prevenir situaciones de violencia y saqueos que se alientan por Internet». De hecho, ni siquiera está bajo la lupa oficial el ejército de trolls reactivado recientemente por Marcos Peña mediante contratos millonarios con cuatro consultoras para convocar a protestas de balcón. «Cacerolear no es un delito», afirmó la funcionaria.
No obstante, tales argumentos no bastaron para evitar que su antecesora, Patricia Bullrich, diera rienda suelta a su angurria de protagonismo. Tanto es así que aquel mismo miércoles escribió en su cuenta de Twitter: «¿Qué código establece que el humor social es delito? Eso se llama espionaje y es un grave delito. Si quiere medir el humor social, haga una encuesta, ministra».
Es notable que esa mujer se exprese como si hubiera sido funcionaria en la idílica Atenas durante la era de Pericles.
En este punto conviene retroceder a fines de 2017, cuando ella reveló por TV: «Estamos haciendo lo que se llama ciberpatrullaje para identificar a grupos políticos que quieren generar una agitación que la sociedad no quiere. Y se los vamos a presentar a la Justicia».
No faltaba a la verdad. Durante su gestión fueron a dar a los calabozos del régimen macrista unas 68 personas por sus «deslices» en las redes sociales.
Ya en julio de 2016 el punitivismo cibernético de Bullrich acaparó la atención de la prensa al anunciar la captura de una célula terrorista islámica en el barrio de Villa Ortúzar, durante una acción conjunta de la Policía Federal y la Metropolitana. Los detenidos: dos adolescentes que habían cometido el terrible pecado de subir a Twitter la fotografía de una bomba con un epígrafe en caracteres árabes. Estuvieron presos más de dos semanas, aun a sabiendas de que todo había sido una humorada poco feliz. «Todo hecho intimidatorio no es una broma», sentenció entonces la ministra.
Otra salvajada de «Pato» fue, en septiembre de 2017, el arresto de una paciente psiquiátrica que había puesto en vilo la seguridad del Estado con un posteo lesivo a la investidura presidencial.
Pero la persecución en las redes sociales de ciudadanos díscolos no fue monopolio de esa ministra. Por el contrario, se trató de una práctica orgánica y extendida del macrismo en el poder. Lo demuestra –por ejemplo– la entonces directora de Radio Nacional, quien echó mano a esta metodología para echar periodistas. «Te revisamos el Twitter», solía decirles con un tono confidencial, por toda razón de despido. Dan fe de aquello profesionales como Víctor Hugo Morales, Jorge Halperín, Cynthia García y Mariana Moyano, entre otros.
Si bien Bullrich es el caso más alevoso de amnesia esquizoide ante sus actos y proclamas del pasado reciente, no le van a la zaga otros defensores de los valores republicanos, como el ex consejero de la magistratura, Alejandro Fargosi; la incorruptible Laura Alonso; el negacionista Darío Lopérfido; la manager de represores presos, Victoria Villarroel; y el economista-cacerolero Miguel Boggiano. La lista es vasta. Todos ellos, más allá de su incomodidad frente al tema del ciberpatrullaje, manifiestan por todos los medios su aversión al «totalitarismo sanitario» del gobierno. Y con argumentos que nadie hubiera imaginado en sus labios.
Una muestra palmaria de dicha retórica lo encarna el politólogo Agustín Laje, una promesa liberal de ultraderecha al que la mayoría de los nombrados suele leer. El tipo acaba de publicar en el portal AltMedia un artículo titulado «El poder en tiempos de pandemia»; allí desarrolla, a propósito de la política oficial para frenar la circulación del Covid-19, una pintoresca ensoñación teórica sobre la «sociedad disciplinaria». A tal fin no le tembló el pulso al basar su hipótesis en el libro Vigilar y castigar de Foucault. Ni al citar nada menos que el Post-scriptum sobre las sociedades de control, de Gilles Deleuze, uno de los ideólogos del Mayo Francés. Seamos realistas y pidamos lo imposible, es la consigna opositora del momento. Una muestra palmaria de dicha retórica lo encarna el politólogo Agustín Laje, una promesa liberal de ultraderecha al que la mayoría de los nombrados suele leer. El tipo acaba de publicar en el portal AltMedia un artículo titulado «El poder en tiempos de pandemia»; allí desarrolla, a propósito de la política oficial para frenar la circulación del Covid-19, una pintoresca ensoñación teórica sobre la «sociedad disciplinaria». A tal fin no le tembló el pulso al basar su hipótesis en el libro Vigilar y castigar de Foucault. Ni al citar nada menos que el Post-scriptum sobre las sociedades de control, de Gilles Deleuze, uno de los ideólogos del Mayo Francés. Seamos realistas y pidamos lo imposible, es la consigna opositora del momento.
*Periodista de investigación