Por José Luis Muñoz Azpiri (h).
“Hay tres clases de seres humanos: los vivos, los muertos y los que se hacen a la mar” ANACARSIS (s.VI a.C).
A penas fue descubierta América,
comenzó la recreación
hispánica en el Nuevo Mundo:
Ninguna potencia estaba tan
capacitada como España para esa
empresa civilizadora pues había
alcanzado la mayor estatura política de
la modernidad, con la unidad nacional,
la expulsión de los moros invasores y el
desarrollo del proceso cultural que
impulsaban sus científicos,
comerciantes y navegantes. España
llegaba, pues, en su apogeo nacional y
con la ocupación del territorio
americano, y se proyectaba en una
dimensión evangelizadora, cultural,
política y económica.
En el Nuevo Mundo encontró
civilizaciones y culturas que, no
obstante su valor relativo en ciencias,
artes y organización social, eran
incapaces de afrontar la superioridad
de España. La falta de una conciencia
de su condición histórica y geográfica,
el fanatismo religioso que inferiorizaba
la condición humana y el primitivismo
cultural que reducía la capacidad
expresiva y de comunicación,
impidieron la trascendencia del mundo
precolombino.
Pero su realidad étnica y social se fundió
con la civilización hispánica para
producir un “nuevo género humano” –
como dirá Bolívar – en ese mestizaje que
definirá su originalidad con la
recreación, en términos americanos, de
la religión católica, la lengua castellana
y la organización institucional hispánica.
Durante más de tres siglos se desarrolló
en el Nuevo Mundo una civilización que
prolongaba los valores clásicos y
cristianos, protagonizados por España
con una personalidad propia y que se
ensanchaban en América con
características tan originales y fecundas
como las hispánicas.
Desde el Océano Pacífico y las costas
de la América del Norte hasta las
heladas lejanías del Sur, desde el Mar
Caribe hasta la Cordillera de los Andes,
crecieron pueblos y culturas que, no
obstante su heterogeneidad, llevaban
un sello de unidad racial y cultural
capaz de integrar las notas más diversas
de su humanidad.
Esa civilización se debe ponderar en
varios planos. En primer lugar, los ahora
denominados “originarios” ( que no lo
eran de América sino de las estepas
siberianas) se beneficiaron de la
igualdad con que España asimiló,
durante siglos, a judíos moros y cristianos
en un mestizaje racial que es nuestro
origen común y que si fusionó, primero,
a los aborígenes y los españoles, sumó
luego los pueblos más diversos: negros,
judíos, árabes, japoneses, italianos,
franceses, alemanes y anglosajones y a
los que ahora se suman los
provenientes de Lejano Oriente. Toda
Iberoamérica comparte esa mezcla,
cuyos componentes varían según las
regiones y los momentos históricos, sin
que se altere la convivencia étnica,
hazaña social y cultural que nos
singulariza y que se proyecta hoy como
una virtualidad ejemplar.
Los pueblos americanos fueron
evangelizados por una religión cuyo
ecumenismo superó prejuicios e
impregnó desde las formas elementales
de la vida cotidiana hasta la
organización cultural. La sabiduría de la
Iglesia contribuyó, además, a preservar
los rasgos más valiosos del mundo
aborigen pues bautizó símbolos y
costumbres, integrándolas en la
variedad de la liturgia católica. Sin
duda fueron arrasados ritos sangrientos
y prácticas viciosas pero gracias a que
se evangelizó en las lenguas de los
infieles, las crónicas, gramáticas
vocabularios permitieron el rescate de
una tradición oral que, de otro modo, se
hubiera perdido para siempre, a
diferencia del legado de signos, piedras
y monumentos que se conservó,
incorporado a la civilización hispánica,
con valores estéticos que con orgullo
podemos considerar propios.
La otra singularidad que une a nuestros
pueblos, es la lengua castellana, que
llegó a América cuando comenzaba su
florecimiento expresivo y artístico y que
se impuso por su universalidad frente a
los rudimentarios sistemas idiomáticos
precolombinos, confinados a la
oralidad por la carencia de una
escritura alfabética, limitados por el
primitivismo de sus contenidos
intelectuales y por la ignorancia en que
unas culturas se encontraban respecto
de las otras, sin más relación que las
guerras y el dominio tiránico.
Mediante la lengua castellana, nos
liberamos de aquella ignorancia y por
encima de cualquier diversidad nos en
lazamos en el conocimiento y la
expresión, fundamos nuestra existencia
cultural y alcanzamos la verdadera
unidad americana: El castellano en
América también comportó un
mestizaje, por cuanto sin alterar la
estructura esencial de la lengua,
integramos términos, sonidos y matices
autóctonos que enriquecieron nuestra
vinculación con España, cuya tradición
de pensamiento y belleza, de valores
supremos en la épica, la mística y la
lírica, asumimos como propia. Gracias a
la lengua castellana que nos
cristianizaba e hispanizaba,
proyectamos la personalidad
americana a una dimensión universal,
sin mengua de la propiedad de nuestra
voz.
Por último, nos singularizó la
organización política e institucional,
que engarzaba la fundación de la
sociedad iberoamericana en el orden
jurídico del Estado de derecho más
avanzado del mundo moderno. Hacia
América se extendió un tejido de leyes
que aseguraban los derechos de los
súbditos del Imperio, acogidos al
monumento jurídico que fueron las
Leyes de Indias, con cuya guía se
ordenó la nueva sociedad. Heredamos
esa tradición y la continuamos, sin que
la organización de los nuevos tiempos
históricos significara la renuncia de
aquel pasado que está en la base de
nuestra personalidad institucional.
El mestizaje racial, la religión católica, la
lengua castellana y la tradición política,
constituyen, pues, los factores de
unidad de Iberoamérica: pero tienen
una condición: son esenciales, es decir,
que no pueden desaparecer con los
tiempos, pues están intrínsecamente
unidos a los que es la personalidad de
nuestros pueblos. El carácter mestizo de
la constitución étnica persiste, al igual
que la fe religiosa; seguimos hablando
en castellano – o en la lengua hermana
de Portugal – y la tradición política y
jurídica, todavía se conserva, aún con
los cambios y modificaciones más
extremas.
Hay otros factores que separan a
nuestros pueblos, como son las
diferencias geográficas, los intereses
económicos, algunos rasgos de la
psicología social y, sobre todo, los
diversos grados del desarrollo cultural e
institucional. Pero son sólo factores
accidentales, porque están en
permanente cambio y sus caracteres
actuales posiblemente serán diferentes
en el futuro. Las inmigraciones pueden
alterar los matices de las fusiones
étnicas, los desarrollos del urbanismo y
los cambios económicos y
tecnológicos, lo mismo que el progreso
político perfeccionarán la índole de
muchos países iberoamericanos. Pero
estas modificaciones, por más
importantes que fueran, son
accidentales y no anulan aquellos
rasgos que denominamos sustanciales.
Podemos ignorarlos, renegar de ellos y
hasta repudiarlos, descalificando sus
valores, pero jamás podremos anular su
realidad, ya que se refieren a la esencia
de nuestras sociedades.
Esas características definen
rotundamente la identidad
iberoamericana, esa fisonomía que
viene desde nuestros orígenes históricos
y que no plantea dudas ni interrogantes
angustiosos, porque la hemos
reconocido siempre a través de “estos
cuatro siglos que en ella hemos
servido”, como dijo para siempre
nuestro Leopoldo Lugones.
Cabe, sin embargo, preguntarse por el
futuro de esta personalidad
iberoamericana, que con el dinamismo
propio de toda sociedad humana,
afronta un proceso de desarrollo y
cambio. Más aún, valorada nuestra
singularidad desde su perspectiva
histórica, es urgente inquirir sobre cuál
será su destino previsible en un mundo
donde no basta la singularidad o la
diferencia, es en ese marco de
universalidad donde Iberoamérica
tendrá que significarse por una
contribución que, además de singular y
original, deberá ostentar valores
superiores.
En primer lugar, quiero llamar la
atención sobre un tema que visto desde
Buenos Aires – donde cuesta reconocer
esa Hispanoamérica que, como decía
Enrique Zuleta Álvarez citando a Pedro
Henríquez Ureña, comienza en
Córdoba… -, no es considerado en
toda la importancia que tiene: el
mestizaje, étnico y cultural. Como todo
lo ocurrido en un largo período histórico,
la composición racial de Iberoamérica
presenta aspectos conflictivos. La
asimilación de los naturales de la tierra
a través de la evangelización, la
hispanización y la instrucción, que son
requisitos ineludibles del progreso está
incompleta y hay millones de indígenas
marginados. Aún hoy, en la Argentina,
se discute el desalojo de las tierras
donde habitan por no citar otras zonas
como la Amazonia donde han sido
sometidos a verdaderas expediciones
punitivas. Pero este grave problema no
implica que el mestizaje haya
caducado, por el contrario sigue siendo
el camino de los marginados a la
civilización criolla y la posibilidad de
renovación biológica de nuestras
sociedades, porque la fusión étnica y
cultural sigue siendo la clave de un
crecimiento pacífico, sin los conflictos
raciales de casi todas las regiones del
mundo.
En América, el ciclo histórico de los
Estados indígenas concluyó con la
conquista, pero no su ciclo cultural.
Dice Carlos Fuentes que “El repertorio
de nuestras insuficiencias urbanas,
occidentales, nos aguarda
calladamente en el mundo indígena,
reserva de todo lo que hemos olvidado
y despreciado: la intensidad ritual, la
sabiduría atávica, la imaginación
mítica, el cuidado de la naturaleza, la
capacidad de autogobierno, la
relación con la muerte.”
En la actualidad asistimos a cambios
sociales profundos. El derrumbe del
bloque soviético ha rediseñado
políticamente el mapa mundial, con
problemas raciales, religiosos y
culturales que, aparentemente, habían
desaparecido frente a la hegemonía
de los grandes países industriales. No
han sido así y las viejas civilizaciones son
incapaces de renunciar a la “pureza
étnica” y a las guerras culturales y
religiosas de las cuales la ex-Yugoslavia
es su demostración más reciente. En
esas circunstancias, Iberoamérica
exhibe la solución étnica del mestizaje
como un ejemplo de eficacia probada.
Es difícil conjeturar si se puede producir
un movimiento de emigración hacia
Iberoamérica, como el que hubo en el
pasado y que tanto influyó en los países
del Cono Sur. Al iniciarse la década de
los años 80, en el siglo XIX, la realidad
social, cultural, económica y política de
la Argentina tendría una profunda
transformación estructural a causa de
una importante masa de inmigrantes
que, a partir de esa década y hasta
1910, tuvo un ritmo vertiginoso. El
historiador José Luis Romero caracterizó
a este período como “la era aluvional”.
El impacto de la inmigración masiva –
analiza el sociólogo Raúl Puigbó – “fue
de tal magnitud como para generar
una crisis en la identidad nacional, de
características diferentes, pero de
similar efecto, que la producida en los
inicios de la colonización española, por
el proceso de mestización,
aculturación, asimilación e integración
de los componentes étnicos originales –
españoles, indígenas y negros – amén
de los subproductos derivados de la
miscegenación (mezcla de tres troncos
raciales – en el caso americano -,
mongoloide, caucasoide y negroide)
,hasta conformar un biotipo
estabilizado y perfectamente
adaptado al escenario físico. Este
biotipo original poseía los rasgos
caracterológicos y la autoconciencia
de su identidad nacional. Este proceso
se realizó – coetánea y simétricamente
a la homogeneización y a la
estratificación de la sociedad
rioplatense. El proceso de asimilación se
desenvolvió sin conflictos y de un modo
progresivo; hasta se puede decir que
fue relativamente armónico. El blanco
español se constituyó en el núcleo
fundamental, que logró imponer rasgos
morfológicos al biotipo, así como los
valores culturales, la religión, las formas
de sociabilidad, las instituciones y la
estructura jurídico-política.”
En cuanto al catolicismo
hispanoamericano, conserva todas las
virtualidades de una religiosidad
auténtica, últimamente vigorizada de
una forma espectacular e inédita por el
magisterio del Papa Francisco, porque
desde el Descubrimiento, la Iglesia
interpretó el alma primitiva de los
aborígenes, los rescató del paganismo
y les mostró el camino de la esperanza
y la salvación. El catolicismo ha sufrido
la erosión de la cultura moderna, sobre
todo en los núcleos urbanos más
conflictivos, pero superado el extravío
de algunos sectores intelectuales por la
desaparición del dogmatismo marxista,
mantiene sus valores específicos
robustecidos desde que hace unos
pocos años el argentino Jorge Mario
Bergoglio se convirtió en Francisco,
Papa universal elegido por el Cónclave
en la Capilla Sixtina. Su revolución
evangélica, su adhesión radical al
Evangelio que ha hecho crecer en
forma extraordinaria la cercanía de la
Iglesia con la gente en la frontera de la
misericordia, con un leguaje a veces
fuerte en el combate contra la
exclusión social, la desigualdad, la
marginalidad en todos los niveles, el
descarte de los débiles, pobres y
sufrientes, componen un mensaje
incómodo que fastidia y mueve al
rencor a muchos sectores
conservadores.
En cuanto a la lengua castellana, es un
factor central de la unidad
hispanoamericana. Superados los
temores de anarquía lingüística, las
comunicaciones y la cultura han
consolidado el nivel de normalidad
idiomática, y la lengua castellana se
establece como el instrumento
principal para la educación de los
pueblos, el desarrollo de sus
posibilidades creativas y el ingreso a
una dimensión universal de la cultura.
Nuestros pueblos hablan y leen el mismo
idioma, y a la hispanización por medio
de la lengua ha sido el pórtico a través
del cual ingresamos, con títulos
análogos a los peninsulares, a la cultura
hispánica y a sus valores ideológicos y
artísticos que ahora son tan nuestros
como los españoles.
Gracias al castellano que poseemos en
América, son nuestros Cervantes, Fray
Luis de León, Quevedo, Galdós, Azorín,
Maeztu y los Machado, y los
hispanoamericanos podemos
enorgullecernos tanto de los humanistas
del Barroco mexicano como de la prosa
Romántica de Sarmiento y Martí. Las
dos transformaciones principales de la
lírica hispánica en el siglo XX se
debieron al nicaragüense Rubén Darío
y al chileno Pablo Neruda; el
humanismo literario hispánico cuenta
con una personalidad mayor como la
del mexicano Alfonso Reyes y bastarían
los nombres de Leopoldo Lugones,
Jorge Luis Borges y Leopoldo Marechal
para caracterizar la contribución
argentina a un panorama literario que
hoy resplandece en la narrativa del
colombiano Gabriel García Márquez y
de los mexicanos Carlos Fuentes y
Octavio Paz, como algunos de los
ejemplos de la originalidad y el valor de
la siembra de la lengua castellana en
América.
Es probable que uno de los aspectos
más criticados de la realidad
hispanoamericana sea el de la
organización social y política. Enrique
Zuleta Álvarez lo atribuye al espíritu
mimético de nuestra clase dirigente
que no logró un sistema que pusiera de
acuerdo las teorías con los reclamos de
paz, justicia, progreso y libertad que
comparten todos los pueblos. Hemos
padecido una inestabilidad crónica,
jalonada por revoluciones y tiranías que
arrojan, al cabo del medio milenio del
Descubrimiento, un balance de
equilibrio muy difícil.
Quizás no supimos continuar la tradición
de realismo político que España
infundió en América y que solo declinó
cuando hacia fines del siglo XVIII, la
propia Metrópoli cedió en su temple
imperial. “La capacidad y el saber de la
clase política – continúa Zuleta Álvarez
– no ha sabido recoger en fórmulas
estables algunos datos esenciales que
vienen desde nuestro fondo histórico: el
igualitarismo republicano que debe
coexistir con el reconocimiento de la
excelencia de las élites, el personalismo,
que exige la unión de la eficacia con la
ética, el orgullo nacional que repugna
la sumisión y la inferioridad, en fin, esas
bases reales de la sociedad
iberoamericana que debieran
recogerse en sistemas políticos
animados por la voluntad de vivir con
honra, de acuerdo con el derecho y la
razón, sin estar sometidos a la
humillación de la fuerza y la violencia”.
Los iberoamericanos conservamos casi
intacta nuestra capacidad de
idealismo y no hemos renunciado a
proyectos políticos que satisfagan las
exigencias sociales auténticas. En una
escala universal no somos inferiores a
ningún pueblo y no hemos cedido a la
tentación de abusar del poder en
aventuras exteriores, ni justificamos las
tiranías ni los odios, de modo que
nuestras debilidades y desaciertos no
son peores que los de muchos que se
exhiben como faros de la libertad y el
progreso.
Es imperativo respetar los dictados de la
índole propia y a no inclinarnos frente a
las modas ideológicas, siempre fugaces
y cambiantes. Por ello nunca
insistiremos bastante en la urgencia de
aprovechar nuestra experiencia del
pasado para extraer de allí las
lecciones que puedan iluminarnos.
Desde la conmemoración del Quinto
Centenario, Iberoamérica puede y
debe culminar un juicio sobre su lugar
en la historia, una rendición de cuentas
donde el saldo de los fracasos no
impida valorar y ponderar las
contribuciones positivas. Lejos estoy de
establecer un juicio o tan siquiera una
ponderación de ese proceso, de modo
que las reflexiones que expongo solo
apuntan a algunos hechos que en los
últimos tiempos han cobrado una
curiosa e inusitada trascendencia.
Parto de dos ejes centrales: el primero
es el reconocimiento de la obra de
España en América pues, como dije, es
nuestro pasado ineludible. Negar la
presencia de España en América es
negar mi presencia y la de muchos que
para esta fecha se anotan en el coro
lacrimógeno de la ópera del
“genocidio”. Y el segundo es la
ponderación de lo que Iberoamérica
ha desarrollado a partir de aquella
tradición.
Este punto de vista responde a la
constante diatriba y esmerilado de la
obra de España en América, que ya no
responde a una vetusta y arcaica
“Leyenda Negra” ya desacreditada por
la moderna crítica historiográfica, sino
también a la actitud de algunos
poderosos sectores oficiales de la
propia España, que han renunciado a
la gloria posible de la hispanización de
América y concluye con un retorno
imposible a un estado edénico, utópico
a las civilizaciones precolombinas;
bastante lejanas, por cierto, de un
inexistente Paraíso perdido.
Esta campaña, cuyo origen y
características no alcanzamos a
comprender, y que algún día habrá
que estudiar en una sociología de la
cultura, con un análisis semántico de sus
principales argumentos, no tiene un
propósito científico. Ninguna historia
presentó jamás la que se ha llamado “la
Leyenda Negra”, estamos ante un
panfleto propagandístico, un libelo,
una crítica que desprecia la verdad
histórica, con una sentencia ideológica
dictada antes de toda consideración
imparcial.
Nos enorgullecemos de nuestra
“Romanitas” y no por ello manifestamos
acuerdo con los sangrientos juegos de
circo. Recordamos al Imperio romano
por su obra jurídica y política y no por
sus guerras de conquista. Nadie ha
juzgado con ese criterio la historia de la
humanidad, jalonada por una violencia
inherente a la especie humana. Nunca
se negó que la conquista de América
implicó muertes, abusos y violencias de
toda índole. En una América sembrada
de conflictos interétnicos, que solo
conocía la fuerza, la imposición del
nuevo orden hispánico sin duda
acarreó injusticias y crueldades, pero
España nunca las justificó y, por el
contrario, ha sido la única nación en la
historia, que enjuició sus derechos y
acciones y las sometió a los tribunales
de la religión, la filosofía y el derecho,
para vigilar y corregir su empresa
política.
Reducir la acción ibérica a la codicia y
el fanatismo no solo es una injusticia sino
un desatino y una absoluta imbecilidad,
que no les interesa rechazar a los
sectores ya aludidos de la España
actual, cuya falta de solidaridad con su
propia tradición no queremos calificar,
pero que nos interesa a nosotros los
hispanoamericanos de hoy, porque
venimos directamente de aquellos años
fundacionales y tenemos el derecho de
juzgar sobre las luces y sombras de
nuestra propia historia.
España volcó sobre América todo lo
que tenía de más valioso en cultura y
sociedad y junto con la religión y la
lengua, sembró el Nuevo mundo de
ciudades, universidades, catedrales,
leyes, instituciones, ciencias y artes.
Aborígenes y españoles pagamos por
todo ello un precio de sangre y
violencia, pero quedó un legado que
transformó nuestra condición humana y
desde esa perspectiva debemos juzgar
esta nueva conmemoración.
Las acusaciones absurdas de
genocidios, podrían extenderse a toda
la historia humana, comenzando en
Occidente con el Viejo Testamento y
aún antes sin otro resultado que una
incomprensión absoluta de la realidad.
Nadie ha negado jamás las inevitables
luchas entre españoles e indígenas que
dirimían la modificación del mundo,
pero sería insensato pretender que en
esa época se hubiera hecho de otro
modo, sobre todo cuando el ejemplo
de la ferocidad, el sectarismo cruel y la
intolerancia de los otros países
europeos en sus guerras religiosas y de
conquista, enaltecen, por contraste la
España que conquistó América.
Pero cuando callaron las armas,
comenzó la creación del mundo criollo,
donde mestizamos sangres y culturas en
esa realidad nueva que nos define. Por
eso no somos indios ni tampoco
españoles, somos lo que Vasconcelos
bautizó como “Raza Cósmica”
compuesta a través de España, por un
torrente ibérico, mediterráneo, griego y
romano, cristiano, pero también árabe
y judío y por los ” Centinelas del silencio”
que habitaban las selvas, llanuras,
montañas y pampas del aquel Mundo
Perdido, profetizado por el latino
Séneca. De esa mezcla estaban
hechos esos antepasados lejanos que
hoy se pretende que neguemos.
La mayor injusticia que podríamos
cometer con nuestros pueblos sería
proponerles volver al pasado. Los
retornos no existen en la historia, pero
aún si fuera posible ¿Renunciaríamos al
lugar que hemos ganado, a través de
España, en el concierto universal
¿Renegaríamos del mensaje
evangélico que predica con renovados
bríos un Papa surgido en el confín
austral del Nuevo Mundo y que
manifiesta a un Occidente adormecido
y embriagado en los espejismos del
consumismo, para retornar a cultos
bárbaros, con dioses crueles y fatídicos,
cuya desaparición permitió la
esperanza y salvación de los esclavos?
¿Abandonaríamos a nuestra eufónica y
melodiosa lengua castellana para
volver a desaparecidos dialectos sin
escritura ni memoria, donde sólo podría
recogerse una sabiduría silvestre,
confinada a los rincones de un mundo
que ha desaparecido para siempre?
¿Vaciaríamos nuestra idiosincrasia
cultural criolla cultural criolla de todo lo
que tiene de hispánico, desde nuestros
nombres y apellidos hasta las formas del
pensamiento y el arte, como la jota y el
flamenco, con su océano de refranes,
coplas y romances que recorre
Iberoamérica, desde el corrido
mexicano hasta el joropo venezolano,
la guabina colombiana, la marinera
peruana, la cueca chilena, la zamba, la
chacarera y la milonga argentinas? La
sola mención de estas alternativas,
terribles si no fueran pueriles, basta para
comprender el absurdo de un
indigenismo tan regresivo como
felizmente imposible.
La construcción de esta Iberoamérica,
frustrada y exitosa, incompleta y
siempre en busca de una perfección
soñada, se basa en una obra de
civilización que España emprendió en el
Nuevo Mundo con lo mejor y peor que
tenía, es decir, con todo. Los que
quedaron aquí, dejaron su progenie y
sus huesos, hicieron su fortuna o su
desgracia, medraron o fracasaron y los
aborígenes se les fueron sumando en un
lento proceso de fusión que aún no ha
concluido. Juntos hemos vivido estos
cinco siglos, que no fueron iguales
como dice una lacrimógena y
tendenciosa canción, juntos hemos
extendido la cultura y empujado la
barbarie (en sentido Morganiano) hasta
sus últimos confines y cuando logramos
nuestra Emancipación, no lo hicimos
para renegar de nuestra herencia
inalienable de fe, lengua y cultura, sino
para continuarla pero con títulos
propios. De ese origen venimos los
hispanoamericanos y no los
peninsulares de hoy, fascinados con un
europeísmo a ultranza, y por esa razón
es nuestro privilegio reivindicar esa
historia.
Incorporada al mundo civilizado con los
valores que hemos tratado de enumerar.