La solidaridad como imperativo político y principio jurídico
Por Pablo Javier Davoli (*)
El fundamento antropológico de la vida social:
En virtud del carácter gregario de la naturaleza humana, la comunidad aporta el marco necesario e indispensable para la existencia y el desarrollo del hombre. Ella constituye el escenario dentro del cual cada uno de nosotros existe, desarrolla su potencial, especifica su identidad y despliega su vida, entablando múltiples y diversos lazos sociales. Lazos, estos, que nos atraviesan y nutren, contribuyendo a nuestra propia y diferenciada constitución singular. Es por ello que el proyecto de vida particular de cada persona humana sólo adquiere viabilidad y sentido pleno en el contexto de un proyecto comunitario, adecuadamente orientado al Bien Común.
Las comunidades sanas y vitales están constituidas por hombres y mujeres de personalidad definida y vigorosa. Ahora bien, las personalidades definidas y vigorosas sólo pueden forjarse en el entramado de relaciones interpersonales sanas y bajo una atmósfera social cargada de vitalidad.
A ello debe añadirse una organización de carácter cooperativo que resulte eficiente como tal. Sin dudas, esta es una de las condiciones fundamentales para que se produzca el aludido proceso sinérgico de mutuo robustecimiento entre la comunidad y cada uno de sus integrantes. En efecto, tanto el logro de los intereses individuales como el de los intereses comunes depende de la colaboración (directa e indirecta) que los miembros de la comunidad sepan prestarse recíprocamente; es decir, del desarrollo de relaciones interpersonales bien organizadas en forma cooperativa.
De todo ello se deriva la realización del bien común, es decir, del bien del “nosotros” comunitario, del cual participan los bienes particulares del “yo” de cada integrante de la misma comunidad. Un bien común que, visto desde la perspectiva del “yo” singular aparece como el conjunto ordenado de las condiciones sociales necesarias para el logro de la plenitud y la felicidad humanas.
En tal sentido, se ha afirmado: “la vida institucional se hace plena y sus beneficios alcanzan a todos (el bien se convierte verdaderamente en ‘bien común’) sólo cuando las personas ejercen actos de benevolencia y de solidaridad, en un sentido amplio, realizando y ayudando a realizar como si fueran propios los intereses de otros que, por su condición real, no pueden dar para recibir o hacer para que otros hagan por ellos, en la medida estricta de lo considerado equitativo para una relación cooperativa”. ( )
En suma: no hay “yo” (ente con consciencia del ser y de sí mismo) sin el “tú” (sociabilidad originaria) ni el “nosotros” que los dos primeros constituyen. Y, consecuentemente, el bien particular del “yo” singular carece de sentido si no viene acompañado del bien particular del “tú” singular ni del bien común del “nosotros” que los agrupa. Así las cosas, el bien propio no es ajeno al bien común; ni tampoco este último es extraño al primero. Por el contrario, se implican mutuamente. Tanto es así que puede aseverarse, sin temor a exagerar, que “el mejor bien de la persona singular es el bien común”, de allí su supremacía ontológica y moral. ( ) No en vano, en ocasión del Primer Congreso Nacional de Filosofía argentino, el entonces presidente Juan D. Perón (1.895/1.974) supo señalar que “la plena realización del ‘yo’, el cumplimiento de sus fines más sustantivos, se halla en el bien general”. ( ) Indicación, ésta, que se encuentra en plena consonancia con una de las más célebres consignas políticas del fundador del movimiento justicialista: la “finalidad suprema” de toda acción de Gobierno es “la felicidad del pueblo y la grandeza de la nación” (siendo sus fundamentos la soberanía política, la independencia económica y la justicia social). ( )
El “divorcio” del hombre con la comunidad:
La Modernidad (así como también su “detritus”, denominado “modernidad crepuscular”, “modernidad líquida” o simplemente “posmodernidad”) ha desconocido la mutua implicación y el carácter eminentemente complementario que poseen ambas dimensiones de la vida humana: la particular y la comunitaria. El pensamiento moderno incurrió en la falacia de plantear de manera antitética la relación entre lo individual y lo social. ( )
Una vez cometido tan grosero yerro antropológico, no quedó más que optar por alguno de los dos extremos que se abrieron como únicas alternativas: el individualismo atomizador y el colectivismo absorbente. El primero aportó su base al liberalismo y a una rama del anarquismo; en tanto que el segundo hizo lo propio con el marxismo y otra rama anarquismo.
Por lógica consecuencia, ninguna de tales alternativas propició la realización del bien común. Al contrario, entorpecieron seriamente su consecución, multiplicando -en su despliegue histórico- sufrimientos de todo tipo, a millones de hombres, en las comunidades más diversas.
En el origen de esta problemática encontramos al individualismo antropológico (como concepción del hombre) y cultural (como actitud vital, talante y modalidad existencial) legados por la Modernidad. Legado, éste, del cual también forma parte un concepto de libertad “ciego” y anárquico, vaciado de todo contenido ético y desembragado de toda finalidad superior, que se ha convertido en la “regla sin regla” que preside la conducta de muchos de nuestros contemporáneos.
Este desafortunado legado de la Modernidad se ha traducido en un relativismo radical (tanto en el campo de las ideas como en el de la conducta privada y pública de los hombres) que abarca diversos órdenes, pero que exhibe sus costados más elocuentes y catastróficos en el plano ético. Se trata de un relativismo absoluto, de fondo nihilista, cuya cuna está en el liberalismo y su divisa más elocuente, en el marxismo. De hecho, este relativismo radical es el único aspecto del sistema ideológico marxista que ha logrado sobrevivir luego del calamitoso fracaso de los ensayos socio-políticos inspirados en el mismo, adquiriendo una extraordinaria difusión en el contexto de la globalización liberal-capitalista. Se trata de lo que algunos denominan “marxismo cultural”, cuya gravitación es enorme en los ámbitos más diversos: instituciones escolares, claustros universitarios, medios de prensa, mundo artístico, etc.
Se observa cómo este proceso tiene su origen en la Modernidad: “el hombre se concibe como un ser solitario, que no admite pertenencia que lo vincule decisivamente con nadie, que le ponga las cadenas de una pertenencia sustantiva. Ya ha roto con Dios a través de su orgulloso dominio de la razón, que le permite ‘mirarlo desde arriba’, como una hipótesis descartable. Y con la naturaleza, a la que ha desencantado radicalmente y convertido en objeto de apropiación. Ahora rompe la solidaridad con todos los hombres: ni familia ni patria”. ( )
No está de más recordar aquí cómo, aún rodeado por las corrientes modernas que todavía dominaban el pensamiento y la vida de Occidente, una mente lúcida como la de Alexis Henri Charles de Clérel, Vizconde de Tocqueville, más conocido como Alexis de Tocqueville (1.805/1.859) ( ), denunciaba abiertamente al individualismo como factor de “destrucción de las sociedades”. ( ) Al mismo tiempo, aquel eminente jurista y politólogo normando, de quien el filósofo alemán Wilhelm Dilthey (1.839/1.912) afirmaría que “ha sido el mejor analista político desde Aristóteles y Maquiavelo”, resaltaba al “espíritu comunal” como “gran elemento de orden y tranquilidad”; reclamando, asimismo, de sus contemporáneos cualidades morales, sentido de las responsabilidades y pasión por el bien público ( ) como principios de acción y reglas de conducta usual, diametralmente opuestas a la idea del “sano egoísmo individual” que había pregonado, en la centuria precedente, Adam Smith (1.723/1.790), padre del liberalismo económico, como motor del dinamismo de la economía. ( ) / ( )
Los fundamentos antropológicos de la solidaridad:
A efectos de redescubrir a la solidaridad y reinstaurarla como principio rector -natural y justo- en la conformación de las interacciones humanas que constituyen el entramado comunitario, el primer paso a dar consiste en recuperar (no sólo a nivel intelectual sino también a nivel vivencial) el sentido de la propia naturaleza gregaria y de la consecuente interdependencia de los hombres entre sí. Hablamos de reivindicar (tanto a nivel teórico como a nivel práctico) el complejo plexo comunitario conformado por los cuantiosos y variados lazos sociales que nos atraviesan y aglutinan, descubriendo en nosotros mismos el aporte que los mismos hacen a nuestra propia identidad personal, así como su incidencia en el derrotero -feliz o desafortunado- que siga nuestra existencia.
Ello, para, acto seguido, comprender e internalizar de manera profunda y cabal la ineludible responsabilidad de cada uno en el bienestar del conjunto. La respuesta a esta responsabilidad será la solidaridad, ya no como mero sentimiento de condolencia ante las penurias del prójimo, sino como “la determinación (racional) firme y perseverante de empeñarse por el bien común: es decir por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos”. ( )
Tomás de Aquino (1.224/1.274) señalaba que las personas somos, en cierto sentido, deudoras, por el solo hecho de existir. Deudoras, en primer lugar, de nuestros padres, quienes nos dieron la vida. Deudoras de nuestros antepasados, de quienes proviene el complejísimo acervo hereditario que sienta las bases de nuestra identidad personal, única e irrepetible. Y deudoras también de la Patria en la que hemos nacido y de todos aquellos que integran la comunidad dentro de la cual desarrollamos nuestro proyecto de vida personal. Desde esta singular perspectiva, la solidaridad puede ser asumida como la respuesta adecuada a una suerte de profunda deuda existencial que cada uno de nosotros posee con su familia y su comunidad nacional.
La lógica anti-solidaria del liberalismo capitalista:
En el plano socio-político:
La lógica rectora del liberalismo capitalista se encuentra en abierta y directa contradicción con las exigencias de solidaridad que se desprenden de la propia naturaleza humana. Así las cosas, el sistema ideológico liberal-capitalista postula un modelo teórico esencialmente anti-natural, propiciando la instalación de un orden de cosas gravemente nocivo para el ser humano.
En efecto, el liberalismo capitalista es una construcción ideológica edificada sobre una concepción antropológica equivocada, eminentemente individualista, que desconoce la enjundia, la estrechez y la profundidad de los lazos sociales. Lazos, éstos, que -como ya ha sido subrayado- contribuyen a la constitución de la personalidad singular de cada hombre y en cuyo fortalecimiento se juegan las posibilidades de felicidad y plenitud del mismo.
En efecto, según la concepción antropológica sobre la que se apoya el liberalismo capitalista, el ser humano es, ante todo y por sobre todo, individuo. Supuestamente, no necesita de los demás para alcanzar la felicidad y la plenitud personales; sólo acude a ellos (a los demás) por razones de conveniencia personal, directamente referidas a la satisfacción (o a una mejor satisfacción) de necesidades de orden material; trabando relaciones puramente extrínsecas y, por ello mismo, esencialmente contingentes, mudables, sustituibles e, incluso, negociables.
Sobre dicho basamento, el liberalismo capitalista ha construido una idea ficticia de la comunidad. Idea, ésta, groseramente superflua, de carácter sustancialmente mercantil. Según esta noción (mejor expresada en la palabra “sociedad”), la comunidad no es más que una invención puramente racional y voluntaria de los hombres; vale decir, un artificio derivado de su solo arbitrio, instrumentado en un hipotético “pacto social” o “contrato social”, sin base ni asidero en la naturaleza humana sino motivado fundamentalmente por razones egoístas y utilitarias.
La finalidad de la sociedad, primero, y del Estado, después, sería, entonces, asegurar el mayor radio de acción posible para el libre albedrío individual, en el marco de un “libre mercado”, al que concurren movidos por su propio egoísmo, para negociar entre sí el intercambio de bienes y servicios, de acuerdo con sus respectivos intereses, necesidades y deseos. Este intercambio se materializa a través de contratos particulares basados en el principio (absolutizado) de la “autonomía de la voluntad”; correspondiendo al Estado garantizar el cumplimiento de aquellos acuerdos de voluntad, a través de las tres funciones que el liberalismo capitalista le reconoce: justicia, seguridad y defensa.
Desde luego, la garantía de cumplimiento que el Estado liberal brinda a los contratos particulares es completamente ajena a la evaluación de la justicia intrínseca (o no) de sus respectivos términos. Ello así, toda vez que el liberalismo capitalista supone que, de la “libre concurrencia”, motorizada por el egoísmo de cada “competidor” en el “libre mercado”, se derivan acuerdos justos que “derraman” bienestar general.
Como se ve, todo gira en torno a las libertades individuales; en el modelo político-social liberal, todo está dispuesto para la satisfacción de las mismas. La función del Gobierno se limita a velar por el mantenimiento del orden externo de las relaciones; a partir de allí, hombres y mujeres quedan librados a su propia suerte. Se trata, en suma, de asegurar ámbitos de libertad personal, del mayor tamaño posible, para que cada uno haga lo que le plazca dentro de los mismos, según sus propios objetivos y deseos.
A partir de tales postulados, el liberalismo capitalista hace promoción (directa o indirecta, según sea la variante que tomemos en cuenta) del egoísmo, esto es: del principio opuesto a la solidaridad. Porque, mientras, por un lado, se propugna que “mi derecho termina donde comienza el del vecino”, por el otro, a modo de contra-reglas, se propone que:
– Sólo debo preocuparme por mí mismo (“hacer la mía”).
– Mi conducta debe estar motorizada por el “afán de lucro” y orientada hacia la “maximización” de mi propia utilidad.
De manera que si mi prójimo enferma, se funde o pasa hambre, ello no constituye un “problema mío”; ni siquiera cuando tales padecimientos hayan resultado de la acción que he desplegado en el “libre mercado”. No en vano, se ha sostenido que dicho ámbito, así concebido, en el fondo constituye una suerte de versión economicista del bestial “estado de naturaleza” elucubrado por Thomas Hobbes (1.588/1.679). ( )
A ello debe añadirse que, como la prosperidad constituye un asunto privativo del “libre mercado”, las aludidas desgracias tampoco constituyen un problema que deba preocupar al Estado ni, mucho menos, provocar su intervención.
A la luz de esta postura, tales circunstancias no generan obligaciones políticas que pesen sobre el Estado ni deberes cívicos o sociales a cargo del ciudadano, basados en la solidaridad y que, “a caballo” de la misma, involucren y comprometan a los demás miembros de la comunidad organizada respecto de la mala fortuna del afectado.
Así las cosas, el liberalismo capitalista ha diseñado un modelo de Estado (calificado como “gendarme”) que, partiendo de una falsa concepción de la igualdad, presume “a priori” que de la persecución egoísta del “beneficio individual” se deriva el “bienestar general”, prescindiendo de la suerte que, en la realidad de los hechos, toque a los diversos miembros de la comunidad. Se trata de un Estado que es indiferente, “agnóstico” y “desertor”; que se encuentra excesivamente limitado en sus funciones y potestades, manteniéndose al margen de lo que acontece en varios de los planos más importantes de la vida social (económico, cultural, educativo, etc.). Y cuya confesa “no intervención”, en la realidad de los hechos y como bien observara Arturo Enrique Sampay (1.911/1.977), se traduce en una forma de intervencionismo en favor de los más fuertes (de los que el Papa Pío XI dijera, en fecha tan temprana como 1.931, en su celebrada “Quadragessimo Anno”, que muchas veces no eran sino los más inescrupulosos moralmente).
En el plano socio-económico:
En el terreno económico, el liberalismo capitalista parte de otra premisa que también es falsa, según la cual la mera suma de los bienes individuales da por resultado el bien común (aquí reducido, en rigor, a simple bienestar general en el plano material).
De acuerdo con ello, del enriquecimiento de uno de sus miembros, se deriva necesariamente un mayor enriquecimiento para el conjunto de la sociedad, por “obra y gracia” de la “mano invisible” que se atribuye al “(libre) mercado”.
Dicha “mano invisible” constituye un hipotético atributo auto-regulativo del mercado, de actividad y funcionamiento automático (cuasi mágico). Dicha capacidad auto-regulativa operaría a través de la “ley de la oferta y la demanda”, generando bienestar general objetivo, a partir de las acciones individuales desplegadas por los actores económicos, en procura subjetiva de sus respectivos beneficios utilitarios, dentro de un contexto de competencia recíproca.
Vale decir que estaríamos en presencia de un mecanismo capaz de arrojar beneficios sociales (frutos solidarios) a partir de conductas individuales egoístas (es decir, contrarias al principio de la solidaridad). Resulta llamativo advertir que tal concepción asigna al “libre mercado” una potestad análoga a la que el pensamiento teológico cristiano atribuye a la Divina Providencia: la capacidad para extraer algo bueno a partir de algo malo. Potestad, ésta, de la cual la sabiduría popular argentina da ilustrativa cuenta, de manera metafórica, a través de algunos de sus refranes, que enseñan que “no hay mal que por bien no venga” y que “Dios escribe derecho en renglones torcidos”. ( )
Este reciclaje conceptual no debe sorprendernos. En su fondo, las concepciones paradigmáticas del pensamiento moderno constituyen secularizaciones de múltiples nociones metafísicas y teológicas. No resulta difícil advertir la huella nocional clásica y medieval -a guisa de molde vaciado de su sentido originario- en las bases de ideas típicamente modernas. Como tampoco resulta difícil apercibirse del fervor de tipo religioso (otrora aplicado a la conquista espiritual del Cielo) con el que la burguesía se lanzó a conquistar económicamente el mundo; o bien, del papel sustitutivo de la metafísica y la religión, que han jugado las malogradas utopías modernas.
Así, desde la perspectiva ideológica liberal (la que, como todo el pensamiento moderno, es esencialmente antropocentrista e inmanentista), el “libre mercado” aparece ocupando -en el contexto de la vida social y el decurso histórico- el lugar central otrora reservado a Dios; la “mano invisible” que el liberalismo capitalista atribuye al “libre mercado” (en rigor de verdad, una idea mítica) constituye un remedo mundano y secular de la Divina Providencia, tal como la teología cristiana la ha descripto; la “ley de la oferta y la demanda” adquiere la jerarquía tradicionalmente reservada a los “mandamientos” divinos. Siendo por ello mismo que se ha tendido a subordinar respecto de ella a todos los demás principios y preceptos (religiosos, morales y/o jurídicos).
De este modo, el egoísmo queda exonerado de los tradicionales reproches éticos y jurídicos que se le habían cargado. Ya que, “por obra y gracia” de la “mano invisible” del “libre mercado”, los comportamientos egoístas pasan a ser funcionales respecto del bien común (supuestos factores del bien común, muy a su pesar).
Como consecuencia de lo precedentemente expuesto, la institución de la propiedad privada experimenta una monstruosa hipertrofia, que la desnaturaliza y desconoce su función social, alejándola de su auténtica finalidad y tornándola disfuncional respecto del bienestar general. La absolutización del derecho de propiedad privada implica la vulneración de sus condiciones tradicionales, referidas a las vías de su adquisición, las modalidades de su ejercicio y los límites a su acumulación.
Al momento de pensar la economía, el liberalismo capitalista hace una doble institucionalización del egoísmo. Por un lado, parte del supuesto antropológico negativo según el cual los hombres sólo se mueven para la satisfacción de sus propios afanes, intereses y apetitos. A la luz de ello, el hombre no es un ser naturalmente social, sino naturalmente individualista, que tiende siempre a buscar y maximizar su propio beneficio.
Por el otro lado, gracias a la “mano invisible” del mercado, el egoísmo pasa a tener efectos positivos, independientemente de lo que pensemos de él. Con lo que, por reprochable que todavía nos pueda parecer desde el punto de vista moral, no debe ser eliminado, antes bien, es bueno que sea promovido… Si con Nicolás Maquiavelo (1.469/1.527) se había producido la ruptura entre la política y la moral; con el pensamiento económico capitalista liberal se provocó el divorcio en la moral y la economía.
Sin embargo, la realidad de los hechos no tardó en exponer la falsedad de estos planteamientos, arrojando resultados concretos diametralmente opuestos a los presagios que se habían formulado. Lejos de producirse el progreso esperado y de desparramarse el bienestar prometido, desde -aproximadamente- mediados del siglo XIX en adelante, las injusticias sociales se extendieron y agravaron, colocando a muchas comunidades nacionales al borde de la guerra civil y la disolución social (consecuencias, éstas, a las que el socialismo marxista -que es otro producto de la Modernidad y, en cierto sentido, hijo del liberalismo capitalista- aportó lo suyo). ( ).
Paralelamente, durante el siglo XX, algunos regímenes políticos nuevos tuvieron la creatividad y la valentía de diseñar e implementar modelos económicos basados y articulados sobre principios diametralmente opuestos a los propuestos por el capitalismo liberal (según los casos, solidarios, conciliatorios, cooperativos, comunitarios, corporativos, de reivindicación del trabajo, de cierta planificación estatal, etc.). Contra todas las sombrías predicciones de los economistas liberales, muchos de dichos regímenes cosecharon éxitos económicos y sociales de gran importancia, causando la sorpresa del mundo entero (máxime en aquellos casos en los que tales éxitos habían sido alcanzados en poco tiempo).
Frente a tamaño desplante de la realidad, los partidarios de la ideología liberal-capitalista salieron al cruce de las encendidas críticas que -tal como era de prever- comenzaron a elevarse desde los más diversos ámbitos, ensayando diferentes explicaciones. Para ello, buscaron argumentos que resultaran de alguna utilidad, más allá de las propias fronteras ideológicas, dando lugar así a interesantes combinaciones en el “maravilloso mundo de las ideologías”.
Uno de los casos más interesantes está dado por la aplicación de concepciones darwinistas (provenientes de la Biología; hoy, inmersas en una profunda crisis, incluso, dentro de su área científica originaria). Aplicación, ésta, de la que se derivó la explicación según la cual la pobreza no sólo es inevitable sino que, paralelamente, resulta funcional y, a la postre, positiva, porque forma parte de un proceso de “selección natural” que se produce dentro del mercado (aquí, nos topamos con una nueva “mano invisible”, menos “generosa” y más severa que su versión primigenia). Pero con el desprestigio paulatino que fueron sufriendo las ideas de cuño darwinista, al que no fueron ajenos los perversos efectos que se derivaron de las mismas en el campo político-social, esta versión fue dejada de lado, ensayándose nuevas construcciones ideológicas que sirvieran para apuntalar las viejas ideas liberales originarias, tan golpeadas por los hechos… ( )
Así, por ejemplo, apenas asumió Ronald W. Reagan (1.911/2.004) a la Presidencia de los E.E.U.U., se comenzó a pregonar “científicamente” que, para ayudar a las clases medias y a los pobres, se debían reducir los impuestos a los ricos… Según los propulsores de esta peregrina teoría, en donde se combinan el absurdo y el cinismo, los ricos invertirían en fábricas el ahorro de los impuestos. En el mismo sentido, llegó a aducirse, con más cinismo que disparate, que “si se alimenta el caballo con avena de sobra, algunos granos caerán en el camino para los gorriones” (otros expresarían el mismo concepto con aquello de que “cuando la copa de los ricos se llena, el sobrante desborda y cae para los pobres”).
Arthur Laffer (1.940-) puso su “grano de arena”: inventó una curva que nadie sabe de dónde obtuvo (al respecto, John Kenneth Galbraigth, con ironía de buena ley, asegura que Laffer trazó la curva a mano alzada, sobre una servilleta de papel durante una cena en Washington). Según el “descubrimiento” de Laffer, si se aumentan los impuestos, obviamente sube la recaudación fiscal. Pero, afirma Laffer, ello sólo es verdad hasta cierto punto, pasado el cual, a mayores impuestos, menor recaudación. De ahí deduce que, cuando se ha llegado a ese punto (y asegura que la mayoría de los países ya llegaron) si se rebajan los impuestos aumenta la recaudación. Quedaba “científicamente” justificada la rebaja de impuestos a los ricos para ayudar a los pobres, pues con ello no sólo no se sufriría déficit fiscal sino que engordarían las arcas del Estado y la inversión privada. ( )
Al poco tiempo, otro economista estadounidense, George F. Gilder (1.939-), señaló que, en su concepto, el crecimiento económico era inevitablemente elitista, en el sentido de que aumentaba la fortuna de los ricos, exaltando a unos cuantos hombres que podían producir más riquezas. Según Gilder, las inequidades económicas no sólo son inevitables, sino que, además, son necesarias y positivas (lo mismo que su incremento), puesto que, sin ellas, no habría aumento de la riqueza.
A ello, el mismo autor agregó que la pobreza también es buena desde la perspectiva particular de quienes la sufrían. Porque, según explicaba, la misma constituye el acicate que el pobre necesita para superar su propia situación. Proposición, ésta, a la que ha aportado otro economista de renombre, Charles A. Murray (1.943-), no obstante su carácter falaz y de encontrarse rayana en la hipocresía más irritante. Según Murray, la culpa de la pobreza reside en el Estado de Bienestar, en la legislación social, en las políticas de asistencia social, dado que ¡tanta ayuda! anula la iniciativa privada y la voluntad de trabajo de los pobres. Siendo por ello que reclama la inmediata eliminación de todo el andamiaje institucional relativo al bienestar social (debiendo mantenerse solamente, por razones humanitarias, la asistencia médica a los desocupados). (Lo aquí dicho, desde luego, no importa en modo alguna la defensa de algunas políticas puramente asistencialistas, las cuales sí pueden producir ese efecto desmoralizante. De hecho, generalmente, la implementación de las mismas sirve a modo de “parche” de un orden de cosas signado por la injusticia social; se trata, en estos casos, de una concesión del “sistema” hacia los pobres, tendiente a evitar entrar en crisis y a impedir la remoción de las estructuras injustas).
En nuestras latitudes, las ideas antedichas tuvieron un temprano exponente en el polémico Domingo F. Sarmiento (1.811/1.888), quien, bajo la influencia del libertario y evolucionista Herbert Spencer (1.820/1.903), llegó a aseverar: Si los pobres de los hospitales, de los asilos de mendigos y de las casas de huérfanos se han de morir, que se mueran: porque el Estado no tiene caridad, no tiene alma. El mendigo es un insecto, como la hormiga. Recoge los desperdicios. De manera que es útil sin necesidad de que se le dé dinero. ¿Qué importa que el Estado deje morir al que no puede vivir por sus defectos? Los huérfanos son los últimos seres de la sociedad, hijos de padres viciosos, no se les debe dar más que de comer. ( )
Tal como era previsible, de la aplicación de semejantes esperpentos ideológicos, se ha derivado un escenario de hechos concretos que desmienten a la creencia en esa justiciera “mano invisible” y aquel promisorio efecto “derrame” que se atribuye al mercado, reduciéndolas a ideas míticas. La fatídica dinámica que el capitalismo liberal imprime a la economía constituye una dolorosa marcha:
– Que multiplica las inequidades, a su paso.
– Se dirige hacia la concentración de la riqueza.
– En manos de quienes menos la merecen (especuladores, usureros, explotadores del trabajo ajeno, apropiadores de la “plusvalía”; cuya renta extraordinaria tiene por contrapartida la destrucción directa o indirecta de la riqueza producida por otros o bien, de la capacidad de éstos para crear valor y las posibilidades concretas de tal cometido; en suma, actores económicos que resultan, paradójicamente, anti-económicos).
– Incumpliendo con su promesa de bienestar general expandido y atentando contra su propio principio de “libre concurrencia”.
Basta con leer los últimos informes internacionales “Oxfam” y “Compassion” para advertir con claridad el escandaloso daño que ha provocado el capitalismo liberal, en su momento de mayor extensión y despliegue (es decir, en nuestra época, signada -precisamente- por la globalización de dicha sistema).
En los últimos seis años, los más ricos han visto cómo sus fortunas se duplicaban, al mismo tiempo que las capas más pobres se han empobrecido aún más.
Entre los años 2.010 y 2.015, la riqueza de la mitad más pobre de la población se ha reducido en un billón de dólares, lo que supone una caída del 38 %. Esto ha ocurrido a pesar de que la población mundial creció alrededor de 400 millones de personas durante el mismo período. Mientras tanto, la riqueza de las 62 personas más ricas del planeta ha aumentado en más de 500.000 millones de dólares, hasta alcanzar la cifra de 1,76 billones de dólares. Este proceso de concentración ha llevado a que, en el transcurso del año 2.015, un 1 % de la humanidad lograra acumular más riqueza que el 99 % restante. ( )
Un estudio de la Universidad de Zurich reveló que un pequeño grupo de 147 grandes corporaciones trasnacionales, principalmente financieras y minero-extractivas, en la práctica controlan la economía global. El estudio fue el primero en analizar 43.060 corporaciones transnacionales y desentrañar la tela de araña de la propiedad entre ellas, logrando identificar a 147 compañías que forman una “súper-entidad” que controla el 40 por ciento de la riqueza de la economía global.
El pequeño grupo está estrechamente interconectado a través de las juntas directivas corporativas y constituye una red de poder que podría ser vulnerable al colapso y propensa al “riesgo sistémico”, según diversas opiniones. El “Proyecto Censurado” de la Universidad Sonoma State de California desclasificó esta noticia sepultada por los medios y su ex director Peter Phillips, profesor de Sociología en esa universidad, ex director del aludido proyecto y actual presidente de la Fundación “Media Freedom”, la citó en su trabajo “The Global 1 %: Exposing the Transnational Ruling Class” (“El 1 %: Exposición de la Clase Dominante Transnacional”), firmado con Kimberly Soeiro y publicado en “ProjectCensored.org”.
Los autores del estudio son Stefania Vitali, James B. Glattfelder y Stefano Battiston, investigadores de la Universidad de Zurich, quienes publicaron su trabajo el 26 de octubre 2011, bajo el título “La Red de Control Corporativo Global”. (“The Network of Global Corporate Control”) en la revista científica “PlosOne.org”.
Según un libro de David Rothkopf, “Súper-clase: la Elite de Poder Mundial y el Mundo que Está Creando”, la aludida súper-elite oligárquico-plutocrática abarcaría aproximadamente al 0,0001 % (1 millonésima parte) de la población del mundo y comprendería a unas 6.000 a 7.000 personas, aunque otros calculan que se trata de 6.660. Entre ese grupo habría que buscar a los dueños de las 147 corporaciones que cita el estudio de los investigadores de Zurich. ( )
Si esa tendencia se mantiene, las élites mundiales se apoderarán de casi de todos los recursos planetarios y el resto de la población se quedará sin nada, según un experto del portal “VestiFinance”.
Por contrapartida, según las organizaciones “Oxfam” y “Compassion”, aproximadamente la mitad de la población humana (o sea, más de 3.000 millones de personas) vive con 2,5 dólares o menos al día; y más de 1.300 millones sufren pobreza extrema, es decir, viven con 1,25 dólares al día. El 80 % de la población mundial vive con menos de 10 dólares al día (mientras que sólo el 0,7 % de la población mundial controla el 45,6 % de la riqueza del planeta).
Más de 1.000 millones de niños en todo el mundo son pobres. Conforme a datos de UNICEF, 22.000 niños mueren cada día a causa de la pobreza. En todo el mundo, hay 805 millones de personas que pasan hambre. Más de 750 millones de personas no tienen garantizado el acceso a agua dulce. La diarrea a causa de la falta de agua y las malas condiciones sanitarias e higiénicas matan a 842.000 personas al año, o aproximadamente 2.300 personas al día. En 2.011, la cantidad de niños de cinco años o menos, a los que se les diagnosticó cese de crecimiento y desarrollo debido al hambre crónico, fue de 165 millones. El hambre es la principal causa de mortalidad en el mundo y mata a más personas que el sida, la malaria y la tuberculosis en conjunto.
Según el informe “Oxfam”, para combatir la pobreza se necesitarían 60.000 millones de dólares al año, o menos de una cuarta parte de las ganancias de las 100 personas más ricas del mundo. ( )
Estos son, en apretada síntesis, los frutos amargos, dramáticos y trágicos arrojados por el capitalismo liberal en su etapa de mayor desarrollo: la singular globalización que nos ha tocado ver y padecer. Este es el horroroso panorama socio-económico nos presenta el mundo de hoy, un mundo moldeado por las brutales fuerzas triunfantes del capitalismo liberal, a “imagen y semejanza” del “sano egoísmo” que las mueve. Estos son los “éxitos” más notables del “sistema” en cuestión…
A lo dicho, menester es añadir que el alegado “eficientismo” atribuido al “libre mercado” (“eficientismo”, éste, referido ante todo a la producción, la oferta y la prestación de bienes y servicios económicos) tampoco se verifica en los hechos concretos, ni siquiera en aquellos lugares ni con aquella gente en donde y con quienes el capitalismo liberal -supuestamente- “funciona bien”. Veamos, al respecto, un caso tan ilustrativo como elocuente: a raíz de la horrorosa agonía seguida de muerte que le tocó a la ex modelo estadounidense Rebeca Zeni en uno de los establecimientos de la cadena de hogares geriátricos de “PruittHealth” (la nonagenaria estaba siendo literalmente comida de adentro hacia afuera por “garrapatas duras”), “Infobae” -remitiéndose a “The Washington Post” comentó lo siguiente:
“Según el Washington Post, la muerte de Zuni alerta sobre cómo los hogares geriátricos, cuyos dueños son grandes compañías, sacrifican la salud de sus residentes con el fin de minimizar costos y maximizar sus ganancias. Además, el diario, afirma que estos lugares tiene calificaciones muy bajas en lo que se refiere al cuidado de los ancianos y son más proclives, en comparación con los geriátricos sin ánimo de lucro y los estatales, a ser decretados con ‘serias deficiencias’”. ( )
¡Esa es la funcionalidad del egoísmo respecto del bienestar general! ¡Esa es la eficiencia del “libre mercado”, ese “Frankenstein” movilizado por la energía de los “sanos egoísmos individuales”! ¡¿Pero es que, acaso, cabía esperar otra cosa de una actitud tan vil?!
Más allá de la aleccionadora casuística que podemos ensayar sobre el particular, es importante resaltar que también desde el análisis matemático se ha podido establecer una relación favorable entre eficiencia y cooperación económica, así como también entre eficiencia e intervención estatal en la economía. Al respecto, nos explica el economista Walter Graziano:
“…si la globalización fue posible de alcanzar, ello ha sido gracias a que los medios de comunicación más importantes del mundo, verdaderos socios de la elite globalista, distribuyeron entre la población mundial una incesante propaganda librecambista. Se lo ha hecho casi como una profesión de fe. Vastas poblaciones del mundo creyeron entonces a pie juntillas que si los gobiernos se abstienen de intervenir en la economía y se limitan a otorgar el máximo de libertad económica posible sin ningún tipo de interferencia estatal, se alcanza el máximo bienestar social posible. Esa presunción, basada íntegramente en la teoría económica clásica de Adam Smith, fue demostrada como incorrecta en la década de 1950 por el matemático John Nash, hecho que fue silenciado en una amplia gama tanto de foros académicos como de medios de comunicación. Aún hoy, frente a los crecientes problemas de pobreza y marginalidad que la globalización ha producido en gran cantidad de países, muchos, sobre todo economistas, dudan todavía de esta cuestión, preguntándose si es o no así. Al respecto cabe aclarar que Smith pensaba que si se garantiza el máximo posible de libertad a los mercados la economía alcanza el máximo grado de bienestar general, el ‘óptimo de todos los óptimos’, que es el único equilibrio posible en su línea de pensamiento. Nash demuestra que, en cambio, en los llamados ‘juegos no cooperativos’ -y los regímenes de ‘competencia perfecta smithsoniana’ lo son- y en el mundo real no existe un único punto de equilibrio para cada mercado sino la posibilidad de ‘equilibrios múltiples’. En otras palabras, según los descubrimientos de Nash, nada garantiza que el accionar de los mercados en libertad total converja al mayor bienestar general, sino que puede ocurrir todo lo contrario o incluso puede que el equilibrio final se encuentre en el máximo bienestar para sólo uno de los participantes en el juego. Para Nash existen intereses sectoriales específicos que, en caso de que un gobierno no los pueda controlar, logran imponer al resto de la sociedad sus estrategias, alcanzando para ellos mismos su máximo bienestar posible pero condenando al resto de la sociedad a condiciones de mucho menor bienestar general que el que sería posible con regulaciones gubernamentales adecuadas. Este saber, como hemos dicho, se silenció por completo durante décadas, y las teorías librecambistas de Smith y David Ricardo han ocupado el centro de la escena desde mucho antes de concluir la Guerra Fría”. ( )
En los planos moral y religioso:
Tal como ya ha sido anticipado “ut supra”, el liberalismo capitalista llega a la aberración de elevar al egoísmo al rango de virtud. Temerario aserto, éste, que aparece explícitamente postulado, por ejemplo, en el libro titulado “La virtud del egoísmo”, de Alisa Z. Rosenbaum, más conocida como Ayn Rand (1.905/1.982), y Nathaniel Blumenthal, más conocido como Nathaniel Branden (1.930/2.014).
Semejante promoción del anti-valor en cuestión, el egoísmo, constituye una verdadera subversión ética que ha arrojado efectos gravemente nocivos sobre planos muy diversos de la realidad (principalmente, a nivel social, cultural, político, económico, familiar y psíquico). Por lo pronto, groseras injusticias sociales, que desgarran a la mayoría de las sociedades nacionales, en su interior, distorsionando, paralelamente, las relaciones de las mismas entre sí.
Se trata, en otras palabras, de una peligrosa impostura moral que proyecta terribles consecuencias (ya concretadas y a concretarse todavía) sobre dimensiones muy variadas de la vida humana. Tanto es así que, incluso, ha llegado a tener repercusiones en el plano religioso. Por ejemplo, en otro libro de la citada autora Rand, “La Rebelión de Atlas”, a través del relato ficticio que contiene, en el que se enfrentan los líderes de la sociedad civil (en particular, los empresarios) al Gobierno (el “malo” de la historia), sin que las masas desempeñen papel importante alguno, se exponen los fundamentos “éticos” del liberalismo capitalista llevado a sus extremos. A su manera, el libro constituye una suerte de manifiesto que los actuales dueños y directivos de las grandes corporaciones multinacionales utilizan como “soporte moral” o “fuente de legitimidad” de sus planes tendientes a la globalización de signo capitalista.
Entre quienes han reconocido su tributo a la controvertida autora, no sólo se encuentran hombres muy poderosos y conocidos como Alan Greenspan (1.926-), ex Presidente de la Reserva Federal de EE.UU., varios de los asesores del Presidente George W. Bush (1.946-), sino también líderes de cultos luciferinos como Anton S. LaVey (1.930/1.977), en cuya “Biblia Satánica” se expone una cosmovisión inspirada en las ideas de Rand. ( )
Desde esta perspectiva, el liberalismo capitalista se presenta, más allá de las intenciones que han movido a sus distintos partidarios, como un episodio más del complejo y escalonado proceso de la revolución ideológico-cultural antropocéntrica de la Modernidad.
El egoísmo como factor desintegrador de la sociedad y de la persona:
El egoísmo conspira contra el fortalecimiento de los lazos sociales; debilita e, incluso, descompone los vínculos que mantienen la cohesión del tejido social. Pero no es sólo la sociedad la que se ve perjudicada por la acción disolvente de tan pernicioso agente. Sino que, desde el punto de vista del hombre en tanto persona individual, la rotura de los lazos sociales provocada por el egoísmo empobrece la propia personalidad y contribuye a la deshumanización de la persona humana (esto es: la desnaturaliza). Queda así expuesta la grosera falsedad de otro de los dilemas comúnmente planteados por el pensamiento moderno (en muchas de sus diferentes versiones y corrientes), cual es la supuesta oposición entre individuo y sociedad. Porque, tal como acabamos de exponer, de la degradación de los lazos constitutivos de la sociedad, se deriva directamente el empobrecimiento de la personalidad y la distorsión de los elementos constitutivos de la misma.
Dicho esto mismo con otras palabras, las crisis de la sociedad tienen su reflejo inmediato en la vida de los individuos. Vale decir que, si a la sociedad le va mal, al individuo no le puede ir mejor.
Esto se ve claramente en el actual estado de tristeza colectiva que se ha instalado y difundido en ciertas sociedades posmodernas. Tristeza, ésta, que, a nuestro entender, guarda directa relación con los problemas derivados del egoísmo asumido como actitud vital y regla de vida.
La alarma psicológica:
Tales efectos nocivos sobre los hombres individualmente considerados han sido puestos de manifiesto por algunos estudios efectuados por los psicólogos Gerard Schmitt y Miguel Benasayag. Estudios, éstos, que han sido volcados en su libro “La época de las pasiones tristes”. Obra cuya primera conclusión indica que la mayoría de los que se atienden en los servicios psiquiátricos franceses son personas cuyo sufrimiento no tiene un verdadero y propio origen psicológico sino que reflejan la tristeza difusa que caracteriza a la sociedad contemporánea, atravesada por un sentimiento permanente de inseguridad y precariedad. ( )
Según ambos autores, el sentimiento de tristeza imperante tiene su origen en la “muerte de Dios” ( ) y del optimismo teológico que visualizaba al presente como redención y el futuro como salvación; así como en el posterior fracaso y derrumbe de los sustitutos modernos de Dios (la “diosa razón”, el cientificismo positivista, el ideal del “progreso indefinido”, la utopía de la “sociedad comunista”, etc.).
Causa, ésta, que se ubica en instancias más profundas que el tema que nos ocupa, pero que guarda íntimas conexiones con el mismo. Puesto que, “muerto” el Padre de la Humanidad, “asesinado” por sus propios hijos, éstos pierden el sentido de su mutua hermandad, de las implicancias de tal vinculación y de los compromisos derivados de la misma.
Pero, además, tal como advirtiera el sacerdote católico José Kentenich (1.885/1.968), fundador del Movimiento Apostólico de Schönstatt, con la “muerte” de Dios, comienza a enervarse y desintegrarse todo el “organismo de vinculaciones” (con los otros, con la riqueza, con la naturaleza, etc.) en el que el hombre participa y se conforma. Destruido dicho “organismo” el hombre ya no se “conforma” sino que se “deforma”, atrofiándose espiritual y psíquicamente, si no también físicamente. ( )
La caotización del “organismo de vinculaciones” lleva indefectiblemente a su ruptura. De la cual se deriva el aislamiento de la persona y el empobrecimiento y la distorsión de su personalidad. En síntesis, tal como advirtiera, por su parte, Gilbert K. Chesterton (1.874/1.936), si quitamos lo sobrenatural, no nos quedará ni lo natural (incluyendo, claro está, a lo humano). ( ) Llamativamente, desde el extremo mismo del derrotero seguido por la revolución antropocéntrica, se ha arribado a conclusiones casi idénticas: Paul-Michel Foucault (1.926/1.984) llegó a afirmar que no sólo Dios había “muerto”, sino que también “el hombre ha muerto”.
Huelga decir que esta epidemia de tristeza guarda directa relación con la soledad en que se encuentra sumido el hombre posmoderno, “insectificado” en las grandes urbes, despersonalizado entre sus masas, azuzado por la regla impiadosa de la competencia que impera en el “libre mercado”, incapaz de construir lazos sociales profundos, sólidos y estables.
Podemos encontrar más información ilustrativa en los estudios sobre la salud mental de la población de más de catorce países efectuados por los doctores R. Kessler, de la Universidad de Harvard, y T. B. Ustun, de la Organización Mundial de la Salud. Según dichos estudios, en promedio, el 10 % de la población padece trastornos mentales. Este promedio ha sido extraído a partir de, por ejemplo, el 8 % correspondiente a la sociedad italiana y el 26,40 % registrado entre los estadounidenses. ( )
Ahora bien, de acuerdo con esos estudios, las dolencias más comunes son las siguientes: ataques de pánico, fobias y “stress” postraumático. Problemas, éstos, que dejan traslucir una novedosa forma de miedo: el miedo al otro. El otro como amenaza y como factor de perturbación. Este miedo impide la profundización de los vínculos afectivos y sociales; imposibilita toda confianza y empatía; coloca al otro en una insuperable ajenidad; contribuye a fortalecer la propia reclusión; y, de este modo, hecha las bases para su propio incremento; generando una suerte de círculo vicioso.
A guisa de colofón:
La solidaridad constituye una de las condiciones primordiales del Bien Común.
La recuperación de la solidaridad como valor y principio rector de las relaciones humanas depende, en gran medida, del re-descubrimiento de nuestra propia naturaleza.
Vale decir que, ante todo, el desafío de recuperar la solidaridad como eje organizador de la vida comunitaria requiere de una renovación espiritual, cultural, moral y académica que barra con los residuos antropocéntricos, individualistas y relativistas que las principales corrientes del pensamiento moderno han dejado tras de sí, tras haber sufrido su propia ruina (porque, dicho sea de paso, ¡¿qué es la posmodernidad sino la crisis de la Modernidad, su “cadáver”, sus “ruinas” desparramadas en un gran caos?!).
La recuperación de la solidaridad no pasa por un asistencialismo más o menos prolijo y generoso. Asistencialismo que, tal como hemos insinuado más arriba, termina resultando funcional al orden de cosas inicuo que la Modernidad ha instalado. Dicha recuperación requiere de un cambio radical, sistémico, estructural, que comienza en la percepción misma que tengamos de nosotros mismos (esto es: de quiénes somos, de dónde venimos, para qué estamos y hacia dónde vamos) y termina en el sistema político y el ordenamiento jurídico.
Se trata de recuperar la solidaridad para el saneamiento y el fortalecimiento de los vínculos sociales; inspirados en el ideal de crear una comunidad con el máximo de comunión interior en los ideales y el máximo de participación de todos en la consecución de los mismos; de una comunidad en donde el uno esté en el otro, con el otro y para el otro. Puesto que sólo una comunidad así es digna del hombre y sólo los hombres idealistas y solidarios son dignos de tan feliz comunidad.
(*) Abogado. Profesor de Sociología del Derecho y Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Abierta Interamericana (U.A.I.). Profesor de Derecho Político y Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales del Rosario (U.C.A.). Autor de decenas de artículos y varios libros.