Muchas tasas, menos la de honestidad. Por Alberto Asseff
El nuevo gobierno tiene tres decisiones claras. Las está ejecutando puntillosamente. La primera es relativizar hasta su desaparición a la corrupción como plaga social. La segunda es reimplantar el relato. La tercera consiste quitarse de encima en su período constitucional el peso de la deuda.
Las tres intenciones ameritan breves comentarios. A la corrupción ni por asomo piensan erradicarla y mucho menos castigarla, incluyendo el resarcimiento – recuperación – del Estado por los bienes que le fueron detraídos, en verdad saqueados. Por el contrario, el objetivo casi confeso es naturalizar a la corrupción hasta el extremo de justificarla con argumentos clasistas. Si los dirigentes provenientes del voto de los sectores empobrecidos roban, eso les permite alcanzar y ejercer la representación política. Si así no fuera, sólo accederían a los cargos los ricos. Esta no es una aseveración caprichosa de quien escribe. Es lo que han dicho algunos actores del oficialismo, pero sobre todo es lo que está construyendo el gobierno con la introducción del llamado ‘lawfare’ y con el inocultable pacto de impunidad, incluyendo la neocolonización de lo que queda de la Justicia republicana independiente.
El relato reimplantado es el que los actuales gobernantes han demostrado en el pasado ser eximios. Son capaces de sostener sin inmutarse que subiendo impuestos la economía crecerá o que eliminando la exigencia de escolaridad para percibir la AUH, los pobres se dignificarán o que manteniendo el gasto público exorbitado se combate la recesión. Esto último lo expresó sin rodeos el ministro de Economía en su presentación en la Cámara de Diputados el 12 de febrero: “la austeridad fiscal es contraindicada en un escenario de recesión”. Pueden reducir las jubilaciones y aplanar la pirámide – menospreciando el esfuerzo aportante, igualando a quienes nunca lo hicieron con quienes mes a mes de toda su vida laboral tuvieron deducciones para el fondo previsional – y presentarlo con toda bambolla como un logro de la justicia social que promueven.
En lo atinente a la deuda, primeramente relatan una falacia descomunal. Dicen que el gobierno anterior y la avidez de los prestamistas – asimilados a usureros – son los causantes del endeudamiento. La realidad es que al dejar el gobierno el 9 de diciembre de 2015 la a la sazón presidente dejó un debito de us$240 mil millones y una plantilla burocrática incrementada en casi dos millones de agentes (incluidos los provinciales y municipales) con un gasto público extraviado. Para gradualizar el ajuste ineludible el gobierno del presidente Macri apeló al endeudamiento hasta que diversas circunstancias hicieron irrumpir la crisis de mercado en abril-julio de 2018, agravado por la derrota del 11 de agosto de 2019 que ennegreció aún más las perspectivas e hizo crecer la desconfianza. Todo esto, al margen de innegables errores de conducción sobre todo en el área económica y también comunicacional del gobierno que culminó el 9 de diciembre de 2019. Empero, no se dice que gran parte de la deuda tomada en el mandato anterior fue para pagar servicios a los prestamistas externos y para evitar un ajuste drástico. También para mantener los planes sociales, en una estrategia que contuvo algunos desaciertos – como no establecer un término temporal y no exigir la contraprestación laboral, a la par de condicionar su pago a que no sirvan para ‘piquetear’ todos los días con perturbación evidente de la paz social y del clima de trabajo que debe imperar en un país elementalmente organizado. Lo segundo es algo que no encubren desde el gobierno actual: la meta es “empezar a pagar la deuda a partir de 2023”. Falta que digan sin subterfugios que las amortizaciones y cancelaciones de intereses será a partir del 10 de diciembre de ese año 23 para quede claro el objetivo de que “pague el que viene”.
En tanto, se habla hasta el hastío de las tasas o índices; de inflación, de precios, de desempleo, de interés que fija el Banco Central, de recaudación tributaria, de inversión (que si no remonta, jamás creceremos), de cien aspectos. Pero hay una tasa de la que nadie del gobierno – y de muchos sectores influyentes – habla: la tasa de honestidad – se podría agregar la de idoneidad para la función pública.
Mientras no exijamos a ambas, honestidad e idoneidad, difícilmente saldremos adelante. La propia señora Georgieva, en su reciente discurso en el Vaticano, en nombre del FMI, lo expresó redondamente: “Sabemos que la corrupción obstaculiza el crecimiento y carcome las bases de la economía y de la sociedad”. Acá, en el gobierno, nadie parece haber tomado nota ni se hizo eco. Por eso ni el presidente, ni ninguno de sus ministros, ni nadie en representación del oficialismo siquiera hace alusión al vocablo corrupción. Testado del diccionario gubernamental, pero mucho peor, eliminado de las preocupaciones.
Así no se recupera la confianza y sin ella no podrá haber crecimiento. En la simpleza de esta ecuación está implícita la extrema gravedad de las premisas falsas del gobierno.
*Diputado nacional de Juntos por el Cambio