*Diputado del Parlasur y presidente del partido UNIR
Allá por el s.IV los ostrogodos dominaron la península itálica dejando su impronta hasta hoy. Como nosotros somos medio italianos en nuestra idiosincrasia, en el ‘deporte’ nacional de echar culpas a los otros, creo haber hallado a los ‘culpables’. Son los ostrogodos. Es un alivio muy grande desembarazarnos de todos los desaguisados que cometimos en nuestra bicentenaria historia. En el banquillo de los grandes responsables están sentados los ostrogodos. Es lo mejor también para ratificar el reino de la impunidad que nos rige porque ese antiguo pueblo está, hoy, ausente, subsumido en los rubicundos italianos de Turín, Milán, Trieste, Bologna y tantos otros bellísimos sitios. Nos despojamos de una vez de dos pesadas cargas: la culpabilidad y el consiguiente castigo. Como acá el culpable siempre es el de al lado, el otro, y como nadie recibe una sanción – ni tampoco un premio -, ahora estamos sosegados. Los culpables están identificados y para colmar nuestro contento son irresponsables, pues están extintos.
La culpa de que sabiendo todos que la educación es la primera entre las más prioritarias estrategias y sin embargo no seamos capaces de establecer una Política de Estado concertada por todos los sectores políticos y sociales, incluyendo a los docentes, no es nuestra. Es de los ostrogodos.
La culpa de que lo único que crezca en la Argentina sean los planes de asistencia social, que empezaron siendo 500 mil con Alfonsín, subieron a 2 millones con Duhalde, a ocho millones con Cristina y ahora ya llegan a 9 millones, es de los ostrogodos. Que la cultura del trabajo – esa que otrora hizo del la Argentina una potencia mundial en ciernes – se haya desplomado para casi la mitad de los argentinos en edad laboral es de los ostrogodos.
La culpa de que cada día se agudice más la falta de respeto a la ley por parte de prácticamente todos, gozando de la anomia, con una buena parte expectante de qué acomodo conseguir, no de qué esfuerzo realizar, es de los ostrogodos.
La culpa de que el trabajo, el denuedo, la iniciativa, el mérito casi no sirvan para nada, embolsados todos en un inmenso mar de mediocridad, es de los ostrogodos.
La culpa de que siendo esplendorosamente grandes, con vastedades que van desde el Polo a la Puna y desde el Ande hasta la selva subtropical, incluyendo la pletórica y rica ‘Pampa mojada o Azul’ – nuestro mar – y que tengamos todavía millones de personas que pudieron nutrirse – física y cerebralmente – con proteínas y por ende están dotados de excepcionales habilidades, pero no podamos, no sepamos ni aparentemente queramos erguir de la pobreza a uno de cada tres nacionales, es de los ostrogodos.
La culpa de que las redes de corrupción en los estratos dirigenciales político-sociales, incluyendo los tres poderes del Estado, las provincias y los municipios, se haya insoportablemente desplegado hasta corroer nuestras instituciones y saquear nuestras arcas – desde bancos quebrados fraudulentamente, pero que la garantía del Banco Central cubrió, hasta el dólar futuro, los monumentales sobreprecios y otras defraudaciones, abarcando la extensión peligrosísima del narcotráfico y del narcomenudeo – no es nuestra. Es de los ostrogodos.
La culpa de que se haya derrumbado el orgullo argentino y la autoconfianza – dos columnas vertebrales a la hora de acometer la faena de recuperar el camino de la prosperidad para los 43 millones de argentinos-, no radica en todas las veces que recurrentemente estafamos la credibilidad, mentimos descaradamente, traicionamos esa fe y exhibimos una insufrible inepcia de gestión. No, porque la culpa de todo eso está en las raíces itálicas y buceando más a fondo, en los ostrogodos. Quizás también en lo visigodos, sus parientes que se asentaron en la otra península, la Ibérica, otra de nuestras matrices.
Que un país que debiera ser ordenado, funcionando con respeto, con instituciones sólidas, con Justicia ejemplar, con políticos, gremialistas, empresarios sometidos a la ley y con grandes acuerdos de Estado que nos eviten esos funestos – a veces payasescos por lo ridículos – volantazos, inefables vaivenes que nos imposibilitan seguir un rumbo con firmeza y tenacidad, esté plagado de riñas, sembrado de conflictos, crispado en su desánimo colectivo e individual, amenazando con desencadenar la violencia casi la vuelta de la esquina, presto para pelear, no por las causas plausibles como terminar con la indigencia, el desempleo y la desocialización engendrada por deseducación, no pueda encontrar su derrotero, no es culpa de los otros. Es de nosotros que nos empeñamos en irresponsabilizarnos. Y proseguir con el letal ‘dale que va’.
Ojalá pronto la Argentina entera pueda decir lo mismo que Michael Jordan:”He fallado una y otra vez en mi vida, por eso he conseguido el éxito”.