A mitad de los noventa, Pablo Semán guardó todas sus herramientas metodológicas en un morral y se perdió en pequeñas junglas religiosas del conurbano bonaerense. Hizo foco en pentecostales y católicos del Barrio Aurora, en la zona sur, y sacó fotografías reveladoras. Un día, un creyente le susurró una frase digna de mural: “Jesús es reloco, el mundo es careta”. También le dijo que la Biblia tenía que leerse en clave de “magia, pasión, amor y locura”. Otro día, en un festejo por el Día del Niño en un templo, escuchó a una pastora confundir ideas de Perón y Jesús. “Bueno, ya lo saben. Esto es como decía el General: ‘dejad que los niños vengan a mí…’ ¡Ah, no! ¡Cierto que esa es de Jesús! Pero la del General es parecida: ‘en la Argentina los únicos privilegiados son los niños’”. También vio el brillo en los ojos de una creyente que le contó cómo el pastor y su familia la contuvieron entre tanta tristeza: su hijo estaba preso, su marido la golpeaba. “Pensar que yo había llegado a pensar en matarme… Pero necesitaba sentir que me querían”. El resultado de todo ese trabajo antropológico se llama Vivir la fe, su nuevo libro, editado por Siglo XXI.
Cabeza rapada, abultada barba blanca, ropa oscura y mirada parsimoniosa, Pablo Semán es un sociólogo y doctor en antropología social interesado en las experiencias religiosas, musicales, literarias y políticas de los sectores populares que, a partir de la salida de El Reino, la serie argentina de Netflix que recrea la vida de un oscuro pastor evangélico que busca ser vicepresidente de la Argentina, ha introducido su perspectiva en el debate público. No es ahora, claro, ya que viene trabajando en el tema desde hace muchos años. Prueba de eso es su libro de 2008 Religiosidad popular: creencias y vida cotidiana, y Religiones y espacios públicos en América Latina, que salió este año, en conjunto con Renée de la Torre. Pero escribió más: Bajo continuo: exploraciones descentradas sobre cultura popular y masiva, Gestionar, mezclar, habitar: claves de los emprendimientos musicales independientes, en coautoría con Guadalupe Gallo, y Cumbia: nación, etnia y género en Latinoamérica, coeditado con Pablo Vila. Además es investigador del Conicet y profesor del Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES) de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM).
A continuación, la trascripción leal del diálogo que Semán mantuvo con Infobae Cultura.
—Teniendo en cuenta que la investigación es de la segunda mitad de la década del noventa, ¿cómo surge la publicación del libro hoy?
—Hay tres razones por las cuales publicarlo ahora fue mejor que haberlo hecho de forma inmediata a la culminación del trabajo. Una es que, como lo dijeron mis colegas en presentaciones públicas, el debate que propone el libro se entiende mejor con la maduración de algunos problemas en las ciencias sociales e incluso en la percepción de la sociedad sobre la religión. Otra es que con el tiempo pude lijar el texto una y otra vez hasta que aparecieron nítidas las vetas que yo veía pero los demás no. Ese trabajo también me permitió hacer inteligible la complejidad que investigué para tornar el texto lo más claro posible sin concesiones a la simplificación. En tercer lugar, el hecho de poner perspectiva me permitió hacer manifiesta una veta que estuvo siempre, pero que Martín Rodríguez me hizo destacar: es un libro que habla de los años noventa, de la forma en que los sectores populares, apoyados en la religión, elaboraron pérdidas y anudaron sus vidas pese a un contexto desfavorable. La ventana de la religión permite ver en esa transformación y pluralización de lo que suele llamarse cultura popular las raíces de nuestro presente más inmediato: un espacio donde se entrelazan psicología, curanderismo, política, rock y diversas perspectivas religiosas y en el que la religión popular es mucho más que lo que huye de las instituciones, lo que las hace cambiar.
—Hablás de la perspectiva cosmológica para entender mejor a religiones como las evangélicas. ¿Qué encontraste en esa definición que permite acercarse al fenómeno sin tantos prejuicios?
—En los sectores populares el milagro está a la orden del día y lo sagrado es una referencia constante para explicar y vivir la cotidianeidad. Esto que llamo perspectiva cosmológica ayuda tanto a entender la especificad del catolicismo como la de la fe evangélica en los sectores populares. Cuando no está ese elemento cosmológico un ateo, un evangélico y y un católico se parecen muchísimo entre sí. Ojo que los prejuicios no sólo se refieren a las personas de fe evangélica. Por un lado presuponemos saber cómo es el catolicismo y cómo son las personas católicas (y la verdad es que el catolicismo es un mundo y la interacción entre institución y prácticas creyentes es algo a iluminar). Por otro lado es necesario mostrar que los grupos evangélicos no son las entidades demoníacas que describen las series y que su crecimiento tiene causas organizativas, teológicas, sociales y culturales y no una conspiración. Intenté realizar esas dos operaciones de forma que debe ser conjunta en el capítulo 1 del libro: describí el crecimiento de los evangélicos en un barrio como el resultado de la ventaja que toman no solo de su teología y organización (ágil y capaz de dialogar con todo) sino también de una serie de situaciones específicas del catolicismo que no se toman en cuenta cuando uno se figura pobremente al catolicismo como una mezcla de asistencia social, y discursos institucionales (comunicados del episcopado, encíclicas, textos catequísticos) tomados fuera de contextos concretos donde se ponen en práctica. Vuelvo a lo cosmológico. Una parte de la sociedad vive bajo la idea de que junto a todas las cosas que te determinan también está lo sagrado, de forma cercana e inmediata. A partir de ese elemento surge una forma específica de tonalizar todo tipo de experiencias religiosas: esto permite entender el modo en que el contingente evangélico crece a expensas del católico porque da cuenta mejor de las expectativas de intervención de lo sagrado, pero esto también también permite comprender cuáles son las prácticas católicas capaces de mantener la feligresía católica en el catolicismo. Pero además, desde el punto de vista de la perspectiva cosmológica, la distinción entre personas evangélicas y católicas se resignifica: ya no se trata de entidades que recorren caminos paralelos y excluyentes sino de senderos que se intercomunican, se funden, que pueden tener guías o impulsos diferentes pero no sólo se diferencian sino también se superponen y generan sensibilidades transversales, préstamos e intercambios.
—También usás el concepto de sincretismo para pensar cómo el evangelismo se nutre y a la vez se transforma en relación con otros fenómenos políticos, culturales, sociales. ¿Cómo se da hoy esta operación?
—En mi trabajo pude palpar la forma curiosa e inesperada en que se mixturan (tanto entre personas católicas como evangélicas) el tratamiento psicoterapéutico y la experiencia religiosa o esta experiencia y el rock. En ese contexto uso la idea de sincretismo con un significado muy específico. Para algunos, hablar de sincretismo es imponerle al interlocutor una especie de intimidad especializada con el mundo de las religiones y, por eso, más autoridad porque usa un término “teológico”. También se invoca una pureza preexistente que no creo que exista. Uso el término sincretismo polémicamente contra esos usos, basándome en una lectura que afirma que sincretismo es la tendencia a usar relaciones tomadas del mundo para darle otro sentido al universo propio o el modo por el cual las sociedades de cualquier escala redefinen su identidad al confrontarse con una alteridad. Siempre que se produce sentido hay sincretismo. En mi experiencia de investigación, tanto personas católicas como evangélicas procesan sus identificaciones y sus experiencias realizando esas operaciones sincréticas que obligan a que el observador no pueda decir que el término evangélico o católico se corresponde con mi único contenido inmutable a lo largo del tiempo. Las personas católicas, por ejemplo, tienen una larga historia en autodefinirse en muy variadas relaciones con el peronismo. La idea de sincretismo me permite entender que los cristianismos juveniles están atravesados por las culturas juveniles de su época y que estas culturas juveniles les proporcionan a las experiencias religiosas motivos, temas, prácticas.
—En el libro das cuenta de cómo cambiaron las condiciones de vida entre dos generaciones: los que fueron padres en los setenta y sus hijos, que fueron padres en los noventa. ¿Sigue en la actualidad esa “caída social” en las condiciones de vida? ¿Es una condición “favorable” para la penetración evangélica?
—La caída sigue porque los efectos de las mejoras de la primera década del siglo XXI fueron, además de limitados, revertidos por los últimos 10 años de estancamiento (no todos los años, buena parte de ellos). Pero los evangélicos crecen en todo tiempo y momento en toda América Latina, en Asia y en África. En Corea del Sur se expandieron muchísimo en décadas de expansión económica. Lo impresionante de los grupos evangélicos es que crecen en muchas circunstancias porque adaptan permanentemente su prédica a una lectura minuto a minuto de la sociedad, porque, por ejemplo, en vez de acotar el ejercicio de exorcismos, como hacen o hicieron los católicos, los promueven. Como dice José Casanova, un gran sociólogo de la religión, “donde hay espíritus hay evangélicos”. Además crecen por fisión: un creyente se distancia de su pastor y no deja de ser evangélico necesariamente. Se va, abre su iglesia, busca nuevas almas. En esa dinámica en que quedan dos iglesias rotas también quedan más personas evangélicas. Todo esto no quiere decir que los grupos evangélicos no encuentren en la pauperización motivos específicos de evangelización. Pero es necesario entender antes lo que dije primero. Crecen por todo.
—La masividad de El Reino visibilizó algo que quien no lo veía al menos lo sospechaba: la enorme influencia evangélica en las clases populares. ¿Qué te pareció la serie? ¿Es una producción verosímil, es una caricaturización…?
—La serie más que evidenciar esa influencia la presenta distorsionadamente como existencia presunta de un voto confesional (cosa que en Argentina no hay). Yo veo la influencia evangélica en la cultura en la popularización de un vocablo como “rescatarse”, que es un aporte evangélico a la lengua popular. Claro que también la veo en discusiones como las de la interrupción voluntaria del embarazo. Y la serie hace esto a la par que demoniza a las personas evangélicas. Lo asombroso es que la analogía con el caso de Brasil (donde las cosas tampoco ocurren como lo subtiende la serie) implica una forma de pensar que las antropólogas feministas que más contribuyen a pensar y presentar la diferencia cuestionarían. Esa demonización no solo no es sintónica con parámetros contemporáneos de elaboración científica sino también ficcional (hay series que han debido revisar sus guiones porque el activismo de grupos discriminados obligó a eso). Hay mucha ficción contemporánea afectada por planteos de grupos discriminados que ha debido evitar la trampa de la demonización de un sujeto en su totalidad a partir de un hecho parcial. No es el caso. Y esto no es que la ficción pueda evitar totalmente los estereotipos como dice Micaela Libson. Hay dos cuestiones que en una discusión seria, no necesariamente hiper especializada resulta muy difícil de admitir. La primera es confundir con pedido de censura la crítica de los afectados cuando además se ha dicho que la ficción tenia también la intención de denunciar. La segunda es la tentativa de confundir libertad de expresión (que es para todos, incluso para criticar la ficción) con un “stop críticas!” que se hace en nombre de una concepción del arte que oscila entre lo controversial y el atraso teórico. Después de más de 1000 años de hermenéutica, de más de 100 de psicoanálisis, de 100 de estructuralismo y de más de 50 años de estudios culturales sobre medios masivos (incluyendo en primer término los realizados por feministas) hay enunciaciones que resultan muy problemáticas. La libertad de expresión no significa que no se pueda examinar el arte en sus determinaciones sociales y culturales. La prodigiosa imaginación de Julio Verne no dejaba de expresar, incluso inconscientemente, un momento y una relación con el capitalismo. De la misma manera podemos decir que una serie que no puede imaginar un evangélico socialmente aceptable sin apoyarse en un modelo de religiosidad católica expresa todos los problemas que tiene una parte de la Argentina, blanca y de clase alta, con la diversidad religiosa. No se puede pedir inmunidad frente al análisis en nombre de una presentación romántica del arte que esta perimida y, por otra parte, no condice mucho con el proceso de producción Netflix. Cada tres, cada cinco, o cada diez años una parte de la opinión pública descubre como si no lo hubiera hecho antes que nuestro país es religiosamente plural y que las personas evangélicas existen. Quienes observen este fenómeno en una temporalidad más larga podrán darse cuenta de que el contenido de El Reino coincide casi punto por punto con los discursos que tenían algunos sectores del catolicismo hace 40 o 50 años ante la emergencia de lo que para ellos era la “invasión de las sectas”. El público secularizado y militante de la secularización transita, sin saberlo, el mismo surco que transitó el catolicismo y que no lo llevó muy lejos en su intención de erosionar o acotar el crecimiento evangélico. Y al igual que esa reacción católica, la reacción secularizada que está implicada en la serie y su éxito en un determinado nicho de público evade el problema de la diversidad y la ciudadanía religiosa, que es importante como lo es la ciudadanía en términos de una crítica del sexismo y los binarismos.
—Publicaste una interesante columna en El Diario AR sobre la evangelicofobia (aunque en el texto no aparezca esa palabra, sí en el título), ¿creés que se puede extender, masificarse y llegar a ser algo parecido a la islamofobia en Europa?
—La fobia antievangélica es un fenómeno curioso en el que se mezclan precedentes católicos, sobre todo conservadores, y emergencias laicistas y anti-religiosas que operan paradojalmente como una Santa Alianza. Las personas evangélicas en América Latina son, en casi todos los países, un contingente considerable y creciente (no una diferencia magnificada por la síntesis de racismo, tensiones coloniales y poscoloniales, políticas intervencionistas y desigualación mundial con que intenta desconocerse a sí misma Europa). En esas condiciones, promover la evangelicofobia es primario e irresponsable. La metáfora de la secta invasora es falsa sociológicamente y perniciosa políticamente. En la polémica que creó la serie sucedió algo interesante: si unos pocos investigadores aportamos a una conversación no fue por nuestras esclarecedoras posiciones sino porque los efectos de las prédicas y prácticas pluralistas, entre otras, fundamentalmente el feminismo, abonaron a la crítica a las rotulaciones discriminadoras. Parece que hay anticuerpos además de la indiferencia de las mayorías a la posibilidad de poner en el centro de la coyuntura política la urgencia incondicional de la agenda naranja que, más allá de que no hay un plan, parece ser la estrategia consumada por la centroizquierda independiente antiperonista.
—En esa columna escribís: “Menos Gramsci leído de aforismos y más diálogo real con el conurbano, menos glorificación impostada del chori y más atención a la diversidad social”. ¿Es posible un diálogo fértil entre evangélicos y el progresismo?
—Esto lo digo como observador interesado, no como investigador. Hay gente que parece pensar como si la feligresía evangélica recién apareciera o se fuese a disolver en el aire porque a ellos no les parecen bien. Son parte de la escena conurbana e interpelar al sentido común para darle una dirección, como muchos quieren, exige diálogo, reconocimientos y no comportarse como alguien que sabe frente a un ignorante. Diálogo con ellos y con la religión en general y con el catolicismo. Tiene que ser posible un diálogo entre quienes tienen proyectos emancipadores que quieren representar a los sectores populares, y personas evangélicas y católicas, que son la mayoría en los sectores populares, y que en mucho comparten posiciones que difieren con el progresismo en cuanto a la agenda de sexo, género e interrupción voluntaria del embarazo. De lo contrario los emancipadores no serán populares. Ese diálogo no puede consistir en agregarle a las banderas y listas progresistas un evangélico arco iris (que los hay) ni en una especie de entrismo militante al catolicismo para tomar de él sólo lo que coincide con la ideología política (no hay francisquismo político popular sin oración ni milagros). Y entiendo muy bien que hay ciertos temas de la agenda de género que dificultan ese diálogo si se empieza por el único punto en que están todos en desacuerdo. En cambio se puede estar atento al hecho de que en las iglesias evangélicas, y también en la católica, la discusión del papel de la mujer y el cuestionamiento de las violencias machistas tiende posibilidades de colaboración enormes para ese diálogo. Colaboración y diálogo que, de hecho, se dan en el seno de organizaciones populares donde las políticas de cuidados frente a la la pandemia han sido lideradas (no solo ejecutadas) por mujeres católicas o evangélicas, que transversalmente difieren en cuanto al aborto pero no se tratan entre ellas ni de asesinas ni de antiderechos, y comparten un sinfín de disputas de género en que unidas triunfan. El feminismo presente en las clases populares tiene sus potencias. Ese diálogo es más imposible y conflictivo en escenarios en los que la pregnancia de la fase agonística de la lucha empobrece las caracterizaciones recíprocas. El horizonte, creo, no quemar la catedral ni cerrar las iglesias evangélicas. Mientras en Brasil Lula se junta con pastores evangélicos (no sólo con los evangélicos progresistas), Caetano Veloso e incluso Chico Buarque integran matizadamente a las personas evangélicas en su reflexión y sus imágenes, acá tenemos “progresistas” para los que la canción melódica no es ya la metáfora de lo conservador (idea que ya es monstruosa) sino el conservadorismo en su totalidad (que es mucho peor) y la causa de un pedido de expulsión. No creo que ese progresismo vaya por ese rumbo pero si lo hace jamás podrá tener un destino popular. Por suerte hay otro progresismo.
—¿Cómo imaginás en el futuro su influencia? Imagino que si el feminismo, por pensarlo como uno de sus posibles antagonistas, sigue creciendo, el evangelismo lo hará también. ¿Pensás que podrá romper esa pregnancia de la matriz peronismo-antiperonismo, como vos bien definiste, o tal vez liderar un frente en conjunto a una de esas dos coaliciones?
—La influencia de los evangélicos en la política y la cultura en Argentina no se deriva ni derivará sólo del hecho de que crezcan en números sino también de los diálogos que entablen las facciones actuales con ellos. No creo que por el momento vayamos a tener alineamientos políticos en los que las personas evangélicas antepongan todo el tiempo su fe a su sensibilidad política. Ahora bien, si una crisis barre las facciones actuales, las personas evangélicas (como la mayor parte de los argentinos) podrán converger en expresiones destinadas a castigar a la clase política o a protestar contra todo.
—¿Estamos frente al retorno de lo religioso? Pienso también en el auge del Islam y en cierta renovación del catolicismo propiciada por la figura de Francisco, por ejemplo. ¿Ves una especie de ruptura en la concepción racional laica del mundo?
—Los modelos europeos de secularización que influyeron globalmente pero no imperaron están actualmente en crisis mientras que en lo que Europa considera su “periferia” la secularización se ha revertido y tienden a verse cuestionamientos en el “centro” de Europa. Creo que uno de los problemas para entender esos hechos es que la secularización tiene un funcionamiento paradojal: no solo aísla la religión sino que instaura un dispositivo, que al intentar controlarla, la hace presente y lo multiplica. Esto más allá de que nunca la secularización dejó de ser un frontera porosa a través de lo que pasaba y pasó de todo. La religión tal vez se fue menos de lo pensado.
—La última: en Vivir la fe escribís que el libro “puede ser leído como una insistencia acerca de la presencia múltiple, variada y hasta cierto punto disidente del elemento cosmológico en la vida cotidiana de los sectores populares”. ¿En qué sentido leés ahí una disidencia?
—Una disidencia con una Argentina que es declinante, pero todavía no está definitivamente eclipsada. La Argentina que se imagina a sí misma blanca y racional o la Argentina que, más allá de eso, se identifica con modelos de normalidad que excluyen toda expresión religiosa que haga manifiesto lo sagrado y que es como mínimo patologizada. El trato diferencial que se le da a los grupos religiosos en términos legales y prácticos, como lo muestra mi colega Alejandro Frigerio y la labor de Diversa, muestra que en Argentina tenemos un déficit de ciudadanía para algunas expresiones religiosas.
Fuente Infobae y cultos.ar