Abordar el interrogante sobre el rol de los empresarios en este momento del país y del mundo obliga a preguntarse, previamente, cómo conceptualizamos el presente y qué futuro nos planteamos construir. Saltarse esto, implica reducir el rol del empresario a la obtención del lucro, alienar su función social y sesgar su mirada frente a debates como el generado por el proyecto de crear un impuesto a los grandes patrimonios.
Un par de datos desoladores nos hablan del hoy: el primero es que un puñado de millonarios concentra la misma riqueza que media humanidad. El segundo es que, sólo en América Latina, más de 42 millones de personas pasan hambre. Y estos datos son previos al impacto de la pandemia, cuya consecuencia de mayor empobrecimiento es indiscutible.
Esta lectura del momento nos obliga a una definición de futuro a partir de una pregunta: ¿Debemos seguir así?.
Nadie que lea estas líneas avalaría la proyección de este presente. Pero no basta con la indignación ni con la denuncia. Los que disponemos de recursos tenemos la obligación moral de accionar hoy y ya. Los recursos que poseemos son un bien propio, un patrimonio personal o de nuestras empresas, pero han sido construidos tanto por el fruto de nuestro trabajo como por la interacción con nuestra comunidad. Tenemos lo que tenemos porque clientes, proveedores y trabajadores nos han permitido crecer. Ni el más millonario ni el dueño de una Pyme escapa de esta lógica, nuestros recursos son fruto de la participación -exitosa- de nuestra empresa en la vida comunitaria. Hoy la comunidad está destrozada. La financiarización extrema de la economía es una sustracción de los recursos que la sociedad precisa para su desarrollo, es un crimen contra el bien común. Y frente a ese crimen la respuesta que se impone es la solidaridad, que no es más que el reconocimiento de la interdependencia que crea la vida social en las acciones de todos nosotros. Y en esto coinciden tanto aquellos que lo hacen desde los valores religiosos como los que lo expresan desde una racionalización del capitalismo posible. Desde el papa Francisco pidiendo expresamente a los empresarios que no tomen el despido de los trabajadores como herramienta para permitir la supervivencia de sus empresas, hasta prohombres del sistema financiero como Morris Pearl (uno de los fundadores del Fondo Blackrock) quien desde un pragmatismo absoluto manifestó: «Soy capitalista, gano dinero invirtiendo, pero tengo que reconocer que cuando invierto en Apple, hago dinero porque mucha gente consume ese producto y, en realidad, me conviene que mucha gente más lo consuma. Hay un capitalismo que funciona y otro que no funciona. El actual, con esta visión de corto plazo, no está funcionando».
Frente a este escenario la discusión que nació alrededor del eventual impuesto a los grandes patrimonios movilizó en mí un repudio ético a ciertas reacciones airadas, tal vez fruto de la falta de una reflexión profunda a la que la actual coyuntura obliga. No creo que los que tenemos más podamos sostener algún argumento que fundamente no aportar a los que tienen menos. Hoy estamos obligados a poner el hombro, a mantener los puestos de trabajo, a llevar nuestra capacidad productiva al máximo, a acompañar los esfuerzos fiscales que permitan generar mayores respuestas en esta enorme crisis. No sólo porque es lo que hay que hacer hoy sino también porque nuestros hijos y nuestros nietos nos van a preguntar qué hicimos en este momento bisagra de la humanidad. Y no podemos ni queremos decirles que miramos para otro lado y no estuvimos a la altura del crucial desafío histórico que vivimos.