El derecho a la intimidad de las personas como derecho fundamental es una reivindicación que diversas organizaciones y activistas de todo el mundo venimos sosteniendo desde hace décadas. No se trata de un derecho nuevo en el contexto de Internet, sino de un derecho consagrado como Derecho Humano y reconocido en las Constituciones Nacionales de muchos de nuestros países en América Latina. Sin embargo, en las últimas décadas, y en particular en el siglo XXI, la protección de datos y el derecho a la intimidad ha cobrado notoria relevancia a partir de la reconfiguración de los modelos de negocios de la Internet tal como la conocemos en este período histórico. Es, en palabras de la académica Shoshana Zuboff (2019), la era del capitalismo de vigilancia, donde los datos recogidos en forma permanente de todas y cada una de nuestras interacciones sociales mediadas por tecnologías de información y comunicación constituye el insumo fundamental de una industria que desarrolla sistemas que de formas más o menos precisas permiten no sólo prever nuestras conductas, sino y fundamentalmente amoldarlas a los intereses económicos que las sustentan.
Es en este contexto que llega la pandemia de Covid19.
La pandemia global desencadenada por la diseminación en cuestión de semanas del nuevo coronavirus impacta de lleno en un mundo con características propias nunca antes conocidas en la historia de la humanidad: conectividad real con medios de transporte que permiten atravesar el planeta en poco tiempo, un sistema interconectado de comercio mundial donde prácticamente no hay país en los márgenes y un nivel de penetración de tecnologías de información y comunicación que implican el acceso y utilización permanente de dispositivos móviles y computadoras en buena parte del planeta. El alcance global de estas tecnologías se suma a la alta concentración en unas pocas empresas de los grandes negocios de la red, y con ellos, los grandes negocios basados en la producción, gestión y manejo de grandes volúmenes de datos. Vivimos en sociedades ya fuertemente vigiladas y monitoreadas, en algunos casos por parte de iniciativas estatales (China) y en otros donde la presencia de la vida virtual está atravesada por empresas del sector privado (con Google a la cabeza, pero no exclusivamente: Apple, Facebook, Amazon, AliBaba, entre otras, forman el ecosistema de los grandes jugadores de Internet).
Este escenario ya derivó en innumerables debates e intentos regulatorios por parte de los Estados, con presiones de todo tipo para avanzar hacia sistemas que promuevan el interés privado en la materia, como la agenda de comercio electrónico en los debates que tienen lugar en la Organización Mundial de Comercio así como otros debates tendientes a velar por el interés público, como los relativos a la implementación del nuevo Reglamento de Protección de Datos Personales en la Unión Europea. Los países latinoamericanos nos debatimos todavía sobre hacia qué modelo inclinar nuestra balanza regulatoria y mientras estos debates suceden, los avances sobre la privacidad de las personas siguen sucediendo y la cosecha regular y sistemática de datos sigue en marcha.
En este contexto debemos lidiar con la pandemia.
Quizás por esa razón, ni bien se tomó real dimensión de la situación, apareció naturalizada en el escenario de estrategias la idea de utilizar las tecnologías disponibles para el seguimiento de contactos, la detección y diagnóstico de casos y la regulación de la circulación por el espacio público a través de permisos de circulación disponibles en los teléfonos móviles de las personas.
Los países asiáticos, en particular aquellos más avanzados tecnológicamente como Corea del Sur, Singapur y muy especialmente China, echaron mano de esos recursos tecnológicos para lidiar con la pandemia, controlar la circulación y dar seguimiento a los casos.
En muchos países del mundo, incluyendo a Argentina, se desarrollaron aplicaciones para diferentes objetivos, incluso para objetivos difusos para los cuales no estaba claro si una ‘app’ era efectivamente la mejor solución. Sin embargo, las advertencias de quienes bregamos por la defensa del derecho a la intimidad chocaban con las justificaciones basadas en las necesidades urgentes en materia de salud pública. En muchos casos, la implementación de diversas aplicaciones supone un problema más que una solución si no hay detrás un diseño de privacidad desde el origen, de custodia férrea de los datos que recopila – especialmente si se trata de datos médicos – y una política de control de accesos y protección de los datos personales ajustada a derecho.
Es entendible, y debemos reconocer que algunos derechos individuales ceden ante una coyuntura como esta. Sin embargo, es indispensable entender que en primer lugar, la privacidad no es sólo un derecho individual sino y fundamentalmente un derecho social y colectivo. Helen Nissenbaum (2011) nos explica que la privacidad es fundamental para el desarrollo de la personalidad y la autonomía de las personas, pero que a la vez es un componente elemental de toda relación social e implica gradaciones diversas de acceso a nuestra vida privada para personas de diferentes círculos de socialización. Más aún, Nissenbaum expresa de manera contundente que la privacidad es un elemento fundamental para la construcción de una democracia sólida, resiliente y participativa, en la cual las personas puedan establecer consensos, dirimir conflictos y construir acuerdos.
Vigilancia epidemiológica no es, ni debe ser, sinónimo de vigilancia policial. Cualquier avance sobre la vida privada de las personas, aún en contexto de pandemia y con una justificación de salud pública que la respalde, debe ser necesaria en función del objetivo que se persigue, proporcional en términos de esos mismos objetivos y basada en protocolos estrictos de retención y acceso a esos datos que se recopilen y administren de la ciudadanía.
La situación sanitaria puede habilitar un estado de excepción, pero ni bien esas medidas dejen de ser estrictamente necesarias, se debe desmantelar el aparato de vigilancia montado para atender la coyuntura.
Lamentablemente, esta pandemia llega en un momento en que la defensa de la privacidad parece una causa perdida y sirve para legitimar avances que de otro modo no aceptaríamos mansamente. Delinear las estrategias de salida de esta coyuntura y de desmantelamiento de estos estados de vigilancia que paulatinamente se están montando debería ser la tarea esencial de quienes bregamos y trabajamos por el derecho humano a ser dejados en paz.