Luego de la larga y sangrienta guerra civil que prácticamente embargó y casi deshizo a nuestro país desde el disenso entre Cornelio Saavedra y Mariano Moreno, en 1810, hasta la batalla de Pavón, en 1861, la Argentina comenzó el ciclo bien denominado de Organización Nacional. Se retrasó medio siglo que no es poco tiempo, ni siquiera para un país. Ese período tuvo su lapso culminante con la conocida ‘Generación del 80’, plena de optimismo y realizaciones. Transformó a la Argentina postcolonial en un prometedor país moderno. Plagado de injusticia social – como todo el orbe a la sazón -, pero también de oportunidades para millones de personas. Si no hubiese sido así no habrían arribado casi cuatro millones de inmigrantes desde mediados de la década del ochenta –s.XIX – hasta el Centenario.
Empero, en esa época surgió un movimiento – más bien una cultura tendencial – que enarboló a la intransigencia – el antipacto como principio. Su máximo y recordado protagonista fue el honorable Leandro Alem, uno de los precursores de la oratoria vinculada a las masas populares. Fue él quien desgajó de la Unión Cívica, que había nacido contra la corrupción que explotó con la Revolución de 1890, a la U.C. Radical. Alem dijo que la postura contra el sistema era ‘radical’. De ahí el nombre y el consiguiente estigma de ‘contubernio’ para la conducta pactista. Eso de contubernio señalaba al pacto como una cópula pecaminosa que la política honrada condenaba definitiva y redondamente.
En el marco de esa cultura antiacuerdo prosperó la ‘intransigencia’, la de Hipólito Yrigoyen, que lo encumbró como el primer gran líder del s.XX. Esa tendencia resurgió con el triunfo de Perón en 1946. El entonces coronel venció a la línea ‘unionista’ de la UCR, de cuna alvearista, que se expresó en la derrotada fórmula Tamborini-Mosca, ambos seguidores de Alvear, más que de Yrigoyen.
La victoria de Perón reimpulsó la intransigencia. Fue el líder bonaerense Moisés Lebenshon quien la impulsó por la provincia y el país. Salvo los ‘unionistas’ residuales, todos fueron intransigentes, aunque con aditamentos diversos. En Córdoba y el Norte, fue promovida por Amadeo Sabatini como ‘Intransigencia Nacional’; en la provincia de Buenos Aires y la Patagonia fue la ‘Intransigencia y Renovación’ impulsada – fallecido prematuramente Lebenshon – por Arturo Frondizi y Ricardo Balbín, con Crisólogo Larralde como ladero. En la Capital emergió Francisco Rabanal con su ‘Intransigencia Popular’, con epicentro en los barrios de Lugano y Mataderos. Fue tan desbordante la ‘intransigencia’ que llegó al paroxismo cuando se entrecruzaron con Balbín, intransigente, por un lado, enfrentando a Frondizi, intransigente, por el otro. Fue en el proceso 1956-1962.
¿En que desembocó tanta demasía intransigente? En un escenario agrietado, donde el único campeón fue la división y el excluyente resultado la frustración de ese país-promesa, lleno de recursos y posibilidades, pero paradójicamente plagado de fracasos. País trunco por ser un país desunido.
Si bien hay centenas de motivos para dividirnos, también otros tantos – o muchos más – para unirnos. Sobre todo si memoramos esa desopilante anécdota – que más que veraz es el diseño gráfico del país empecinado en fragmentarse – de ese individuo que entra a una reunión y lo primero que dice es “no sé de qué se trata, pero me opongo”. Por eso nuestras interminables ‘reuniones’ deberían rebautizarse como ‘redivisiones’. Por lo menos hasta que impere la voluntad de concordar.
Da toda la impresión de que la Argentina ha llegado a un punto de saturación en este plano de la división. Quizás las dos plazas del 9 y 10 de diciembre tengan una fructuosa segunda lectura. Hay leyes que para cobrar validez plena deben pasar por una ‘segunda lectura’ o doble sanción. En ese sentido, una primera impresión de esas dos plazas refuerza el cuadro de una Argentina dividida. Pero, bien mirada y mejor analizada, la plaza del 9 fue una pacífica despedida y la del 10 una tranquilísima inauguración. Podríamos estar mucho más próximos al encuentro que a los caminos bifurcados ¡Ojalá!
Para concluir estas reflexiones, es augurable para nuestro país un extenso período de pactos y acuerdos, sustituyendo el reinado de la intransigencia. Así como ésta fue una cultura, es menester que entronicemos la renovadora cultura del pacto. Le estaríamos cediendo el paso a los Acuerdos de Estado que podrían erigirse en formidables instrumentos para acelerar la marcha hacia la prosperidad que se nos muestra tan perezosa como morosa. Con el acuerdo, la política retornaría a su esencia: el arte de diluir los conflictos y lograr los consensos.
*Diputado nacional 2011-2015 y diputado del Parlasur 2015-2019
UNIR-Frente Renovador