Hace una semana y un par de horas gran parte de los argentinos (sobre todo aquellos que nacimos con la Democracia), vimos con estupor una de las imágenes más impactante en materia política. Un arma se gatillaba a centímetros de la cabeza de una Vicepresidenta. Ante una multitud. Casi en vivo y en directo. Un horror por donde se lo mire.
Desde entonces, y a la fecha, se sucedieron sentimientos y discursos de lo más diversos. En cada ámbito, en cada rincón, en cada casa se podría decir. Indistintamente de la cercanía o lejanía de las expresiones escuchadas, hay una que engloba a todas y encaja perfecto en cualquier análisis: se cruzó un límite.
Ese límite fue cruzado de manera trasversal por la política toda y no importa ya que bandera enarbole cada quien. La escalada de violencia política cruzó una línea que deber ser el tope. Y ya no se trata de quien provocó a quien. Importa poco si fue real u orquestado maquiavélicamente. Hablamos de que, por la razón que fuera, presenciamos en plena Democracia como una persona apunta con un arma a un mandatario a la cabeza (el apellido ya ni siquiera importa tampoco).
Se juzgó el feriado. Se pone en juicio la cantidad de homenajes que amerita el hecho. Se observa con lupa si tal o cual ofreció su pesar a lo ocurrido. Sonseras burocráticas que, en el mejor de los casos, deberían acompañar las medidas a tomar pero nunca ser el foco principal de la discusión.
No tiene relevancia si se asiste a una misa o se guarda un minuto de recuerdo. Es como el religioso que se inclina ante una cruz y no acude en ayuda al prójimo. Lo que vale son los hechos no la parafernalia sin sentido.
Las redes sociales han traído consigo un lado oscuro, una secuela de su acción social y revolucionara mágica, que es el odio destilado desde el anonimato. La horda de hasters (verdaderos y pagos) que se propagan en el mundo virtual, son una arista que llegó con la tecnológica. Seguramente ayuda bastante a divulgar un odio que está en cierta manera innato en el ser humano, que algunos manejan mejor que otros. Seguramente magnifican mucho más aquel repelente sentir de varios, que estuvo presente desde el inicio de los tiempos, pero que antes no tenían tanta trascendencia. Lo cierto es que la agitación de estos sujetos por parte de la política, que hasta estos días, no veía consecuencias es grave.
Han creado un monstruo que, por el momento, pueden detener si realmente toman conciencia de lo que provocan (los políticos digo) con sus mensajes. Con sus gestos. Con su accionar. Con su impune forma de trascender por la vida.
Es momento de dejar de lado la famosa, y eterna, grieta. No hablamos de debatir modelos o proyectos de país. No miramos ya (ni con enojo, ni con esperanzas) las urnas del 2023. Porque el tiempo es ahora. La urgencia es hoy. Ya el arma gatilló (no una, sino dos veces) y entonces se acabó el “Ah! pero este” o “La pesada herencia de aquel”. Deben dejarse de joder porque estamos convirtiéndonos en unas selva repleta de odio. Es hora de que dejen de mirar sus miserables ombligos y se hagan cargo, cada uno, del papel que les toca. Del lugar que la gente le concedió con el voto.
Hace años la decadencia política es notable Pero esa inoperancia, esa sed de infinito poder, esa estúpida creencia de que son impunes (todos y todas) mezclada con el odio irracional ya es inadmisible. El pueblo se está muriendo de hambre y ustedes juegan a ver quien tuvo la culpa. Es hora de que todo esto termine. Por el bien del pueblo, por el bien del país.
Para NCN por Juan José Postararo