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Ser Padre en la guerra|Por Silvina Batallanez

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Cuando se habla de una guerra -en la actualidad- los padres suelen afirmar que harían todo lo posible para que sus hijos no pasaran por ese evento trágico. Sin embargo hubo una época en la cual la humanidad sabía que la vida, la lucha y la muerte eran inseparables a las causas nobles que los unía a sus pueblos, a sus patrias.

La campaña militar de 1982 por la recuperación de Malvinas, fue -en varios sentidos- la muestra de la última guerra convencional entre países donde emergieron (de diversas maneras) los valores de trascendencia, especialmente en los argentinos.

No solo la religiosidad fue un elemento esencial en la prestancia y coraje de los combatientes locales, sino también la entrega de los hijos a la Patria, esa gran familia que abraza a todas las demás.

Para muchos, sobre todo en esta época donde lo trascendental ha sido tapado por los relativismos y la materialidad efímera, eso parece una aberración. Sin embargo, para una gran cantidad de padres, ese sacrificio significaba una ofrenda sagrada en pos de un bien mayor. Por supuesto que tal actitud nada tenía que ver con el reduccionismo falaz de “mandar al muere” a los propios descendientes; por el contrario, la fe y esperanza principal estaban puestas en que volvieran sanos y salvos a casa, pero -como hombres que eran- fueran parte de la lucha por lo que les pertenecía. Es un acto de amor basado en la confianza en el valor de los hijos.

En este contexto es como aparece, por ejemplo, la historia de los Rovedatti, protagonistas de las fotografías que acompañan el texto.

Zacarías Rovedatti era suboficial principal del Regimiento 7. A su hijo, Luis Esteban, le había tocado por aquel entonces el servicio militar obligatorio y en ese destino, le tocó –como a su padre- ir a la guerra. El padre, lejos de hacer algo en favor para evitar que el joven no viajara al lugar que se convertiría en un infierno, solo atinó a gestionar que Luis estuviera en su misma sección bajo su mando, para así tenerlo bien cerca.
Fue así como cuando comenzaban los bombardeos británicos, el padre militar se tiraba sobre su hijo conscripto para cubrirlo con su propio cuerpo. Pero cuenta la historia que, cuando cesaban las hostilidades, el hijo no recibía ningún tipo de privilegios, por el contrario, era el que más “bailaba” (jerga militar para describir actividades donde se castiga y disciplina a los soldados sometiéndolos a ejercicios físicos extenuantes a cualquier hora del día y sobre cualquier superficie). Era su hijo, y justamente por eso, porque lo quería, tenía que resaltar la hombría que vivía en él en vez de tratarlo como a un pobrecito.

Pero no fueron los únicos “Padres e hijos” que compartieron la experiencia máxima de la guerra; con diferentes intensidades, o en lugares distintos, dos generaciones de la misma sangre estuvieron dispuestos a morir por la Patria. Así podemos encontrar a los Galarza (el padre estaba en Monte Harriet y el hijo en Tumbledow y pasaron un día juntos); los Corona que eran civiles trabajando para la Fuerza aérea en el Grupo Construcción 1rellenando los pozos de las bombas y creando los pozos para las posiciones de los soldados de esa zona. También en Georgias, los Costa, padre e hijo, se atrevieron a la misma aventura al ser parte de la empresa Davidoff, siendo el muchacho el tripulante más joven.

Tampoco hay que olvidar que padres con jerarquía e influencia suficiente para evitar que sus hijos pusieran el cuerpo al fuego marcial, lejos de hacer esa trampa (que algunos hicieron para su derrota moral), se animaron a colmar de laureles la joven valentía de su descendientes. Uno de ellos fue el mismo gobernador de las Islas Malvinas, General Mario Benjamín Menéndez; su hijo, el Subteniente Benjamín Menéndez, cruzó a Malvinas con sus compañeros del 5° Regimiento de Infantería.

El Teniente Primero Martella murió en Malvinas y era hijo de un General. El Subteniente Gutiérrez sufrió mutilaciones de sus miembros y su padre era General. El Suboficial Mayor Sosa perdió a su hijo, la promesa de evolución militar en su familia: el Teniente Sosa. Así también, el Subalférez de Gendarmería Nacional, Guillermo Nasiff, murió en Malvinas siendo hijo del Comandante Mayor de esa misma fuerza. Otros heridos graves con mutilaciones y heridas visibles al día de hoy fueron hijos de militares, como Mignone, Peluffo y Mosquera.

Una situación particular fue la de los Anaya: El Almirante Anaya era el Comandante en Jefe de la Armada y parte esencial de la Junta Militar que gobernaba el país: su hijo, el Teniente Primero Guillermo Anaya, todavía convaleciente por un accidente que casi lo deja paralítico, siendo piloto de helicóptero del ejército, él que siempre se resistió a estar bajo el ala protectora del poder del padre para beneficiarse, esta vez utilizó la influencia de su progenitor para pedirle que hiciera lo necesario para que lo enviaran a Malvinas. Allí combatió hasta el último momento a bordo de su nave y volvió con las costillas rotas por las palizas de los ingleses cuando, prisionero, defendía a sus soldados de los abusos del enemigo.

Otros hijos que sus padres dejaron ser “hombres de valor” fueron el Teniente Osses piloto de aviones A-4B atacó la flota inglesa en alta mar, hijo de un Brigadier. También el Alférez Isaac, hijo de un comodoro, en una misión casi suicida con el 40% de posibilidades de regresar con vida, atacó el Portaviones HMS «Invincible» causándole serios daños y dejándolo temporalmente fuera de servicio.

El Mayor Castagnetto estuvo al frente de la heroica Compañía de Comandos 601 causándoles severas pérdidas a los ingleses, siendo hijo de un Coronel.

También el Capitán Pablo Marcos Carballo piloto de cazabombardero A-4B Skyhawk, es hijo del Capitán (R) de la F.A.A. Pablo R. Carballo, navegador militar.

Y hubo más hombres de dos generaciones en una familia, que de una manera u otra, se comprometieron con la defensa del primer hogar: la Patria.

 

*Fotografías del libro La Pasión según Malvinas de Nicolás Kazansew.

 

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