8 de noviembre de 2024

NCN

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Víctimas, Victimarios y Muerte. ¿Quien es quien? por Juan José Postararo

En los últimos días fue noticia el caso de Jorge Adolfo Ríos, el jubilado de 71 años que mató a un ladrón en medio de un asalto en su casa de Quilmes, en Buenos Aires, el hecho abrió en la sociedad el debate que pone en el tapete varias cuestiones: la portación de armas en civiles, la defensa propia, incluso cuestiones que rozan los Derechos Humanos.

¿Debe cumplir una pena alguien que mató a otro en defensa de su propia vida? ¿Tiene menos valor la vida de una persona porque ésta se dedique a robar? ¿Es justo el reclamo de justicia por parte de la familia del malhechor ultimado siendo que éste encontró su muerte delinquiendo? ¿La portación de armas por partes de civiles disminuye la delincuencia? Éstas son algunas de las tantas preguntas que revoletean por el aire de la actualidad.

Sin dudas el tema es complejo y amerita analizarlo desde varios puntos de vista. En principio vamos a establecer tres cuestiones básicas para entender a que refiere la figura de “Legítima Defensa”. Según el Código Penal se le está, bajo ciertas circunstancias, permitido a una persona el defender sus derechos a través de la afectación de un tercero que pone en peligro aquellos.

En primer lugar la Ley establece que debe existir efectivamente riesgo de vida de la persona. No aplica entonces en los casos en los que, por ejemplo, el atacante este huyendo o desarmado. Aquí pues el único que tiene potestad para reprimir una conducta delictiva es el Estado, con el auxilio de las fuerzas de seguridad y el Poder Judicial.

Otro punto a tener en cuenta es que la defensa tiene que ser proporcional a la agresión sufrida. Por ejemplo, si yo desde el patio de mi casa veo que están robándome gallinas no puedo dispararle al ladrón argumentando “legítima defensa”. Un exceso desmedido en el uso de mi defensa puede ser luego abordada legalmente en mi contra como un delito culposo.

Y por último es imprescindible entender que la agresión tiene que ser actual. Este detalle es interesante porque es donde recae la diferencia entre “Legítima Defensa” y “Justicia por Mano Propia”. La Ley no contempla el riesgo de amenaza que haya sufrido la victima antes. La respuesta de mi defensa debe ser en el momento en que la amenaza está siendo producida. Una vez que mis derechos ya dejaron de verse afectados (porque el ladrón huyó, está corriendo o el acto amenazante dejo de serlo por otros motivos ajenos a la voluntad del atacante) la reacción de uno deja de ser “defensa” y puede dar lugar a homicidio. Hay que entender que la Ley sólo permite tanto la recuperación de los bienes sustraídos o las sanciones, al Estado y no al particular.

Hasta aquí entonces podemos dar un marco para entender que tanto le puede caber una sanción a Jorge Adolfo Ríos y que tanto de culpabilidad puede tener el ladrón muerto. Serán fundamentales peritajes y el análisis de las pruebas que arroje la autopsia al osciso, para entonces dilucidar si se cumplieron estas premisas y actuar conforme a lo que establece la Ley.

Otro de los puntos del debate es el que pone en juego la posibilidad de “merecimiento”. Es decir que grado de culpabilidad moral puede caber en el caso de que el muerto sea o no un delincuente.

Responder este inciso implica, a su vez, analizarlo desde diversos vectores. Lo primero que se debe concebir es que todo argumento debe realizarse desde la racionalidad. Es imposible pretender que un familiar o amigo de una víctima, pongamos por caso de violación, no exija la captura y la inmediata ejecución del delincuente. Sucede que se actúa desde el corazón, el sentimiento, la emoción. Y así no es como debe entenderse la aplicación de la justicia.

Desde esta óptica podemos entender dos conceptos interesantes: no existe (o no debiera existir) un ente o una ser con el derecho a quitarle la vida a otro ser humano, incluso a aquellos que hayan cometido una atrocidad. Segundo, quien imparte justicia debe tener un comportamiento humana y moralmente superior al de los criminales juzgados. Si aplicamos el método “ojo por ojo, diente por diente” y ubicamos la ley en el mismo escalón de los criminales ¿Cómo entonces podrá decirse digna de juzgar? .

Alejándonos de estas perspectivas que acarician los límites de lo moral y lo dogmático, existe el asunto lógico, pragmático. Sin entrar en detalle de estadísticas que demuestran que la implementación de la pena capital (por caso) en otros países no ha resuelto los problemas de criminalidad, aplicaremos el sentido común: cuando se plantea la pena de muerte para resolver el problema de la justicia ¿Qué se pretende? ¿Añoramos que disminuya la delincuencia o queremos que todos los ladrones mueran? Son dos cosas diferentes.

Aparece entonces la figura del Estado. Un Estado fortificado es el primer eslabón para enajenar una serie de soluciones a ésta continuidad de conflictos. La Educación debe ser el eje principal. Erradicar la marginalidad, mediante el trabajo, evitar que los niños, que ahora delinquen y viven merced a la droga, tengan otro futuro, es tarea primordial. Se debe procurar que los padres tengan los medios para darles una vivienda digna, alimentación diaria, asistencia social.

No se trata de leyes más duras, de bajar la edad de imputabilidad. Sino más bien de aplicar las leyes existentes, de mejorar la educación (respecto al nivel edilicio, salarial, etc.). Que la cárcel no sea un inferno en la propia tierra, sino el lugar para que, quien haya cometido un error (cualquier que fuera), tenga la posibilidad de redimirse, de reformarse para una futura inserción en la sociedad.

En definitiva, ya sea la ejecución a mano de civiles mediante la portación de armas o la punición judicial mediante la ejecución de un criminal que ha cometido un crimen de gran seriedad, poco influye a la hora de disminuir esos crímenes, menos aún sirve para infundir miedo en los potenciales infractores. Este método aplica apenas para evitar abordar, con seriedad, los conflictos de fondo; a su vez propensa la involución de las sociedades y hace arcaico su pensar. En otras palabras la pena de muerte no soluciona los problemas, los esconde bajo la alfombra.

Porque indudablemente un árbol que tiene putrefacta sus raíces no sanará cortándole algunas ramas.

 

Para NCN por Juan José Postararo

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